A Hora los días de descanso se relacionan con la posibilidad de ir cada vez más lejos. Si se puede fuera del país o ya de perdido a alguna playa mexicana, que son, dicho sea de paso, de las mejores del mundo.
A mí me gusta ir a la playa a nada. Simplemente a tirarme a la sombra fresca contemplando el mar, pues no hay nada que despierte más mi imaginación que esa inmensidad de agua que parece no tener fin.
Un buen libro, una vaso de güisqui y dejar pasar las horas como si el tiempo fuera sólo nuestro. Ni siquiera "matando el tiempo", porque en esos casos, es el tiempo el que nos está matando a nosotros.
Ahora hay forma de evadirse de esa manera. Pero hubo un tiempo en que no llegábamos más allá de Viesca, la tierra de mi abuela materna.
Después de vagar mañana, tarde y noche por las calles de barrio, un buen día, mi padre nos metía a los más chicos en el viejo carro y nos llevaba a depositar, el mayor tiempo posible, a casa de doña Chonita. "Para que su madre descanse", sentenciaba categórico y nadie se atrevía a contradecirlo.
Como yo disfrutaba donde me pusieran, porque tenía amigos aquí, allá y acuyá, marchaba gustoso a aquel polvoriento pueblo de mis antepasados, que desde entonces estaba para mí cargado de bellos recuerdos infantiles.
Yo conocía a Nicho, el dulcero, que vivía a la vuelta de la casa, quien cuando me paraba a las puertas de su negocio con cara de niño languciento, me regalaba una embarrada de leche quemada que degustaba como si fuera chocolate gringo, aunque me quemara la lengua en el intento.
Conocía también a don Maurilio, el cantinero, que me regalaba refrescos a horas calurosas y a veces hasta cacahuates. Una verdadera delicia en medio de las travesuras.
Al güero Ma'coy, que me fiaba la nieve de garrafa y me divertía "robando" nueces del inmenso árbol de la casa de mi tía Adela.
A doña Emilia, prima de Alfonso, le robaba higos y duraznos. Y eso de "robar" es un decir, porque todo mundo sabía quién se los llevaba y lo consentía de buena gana.
En el pueblo había un cinito instalado en un callejón, en cuyo fondo ponían una enorme sábana blanca en la que proyectaban las películas. La gente llevaba su sillas para estar más cómoda, porque ni butacas había. Por ello, muchas personas iban, dejaban su silla, y se salían a platicar en espera de que comenzara la función.
Yo, me compraba una bolsa grande de semillas y me metía al cine, sin más trámite. Me sentaba en la primera silla que encontraba vacía, que no obstante ello, estaba separada.
Poco antes de que comenzara la función, se asomaba el propietario de la silla y en vez de pedirme que le dejara el lugar, iba y le daba la queja a doña Chonita. Mi abuela venía lo más rápido que podía y sólo se paraba en la entrada y gritaba: "Germán". A esa sola voz y por el tono, yo sabía que me habían descubierto y saltaba de la silla dejándola sola. Y eso era así, porque con mi abuela no podía uno ponerse a alegar, pues de ser así, del regaño pasaba al bastonazo y ésos según recuerdo, dolían mucho.
Igual pasaba cuando tomaba prestada la primera bicicleta que me encontraba en la calles y ya cansado, me montaba en ella para volver a casa. Cuando iban a reclamársela a mi abuela, montaba en santa cólera y arremetía parejo a bastonazos hasta que lograba atinarle al abusón.
El aquel entonces, el mar era una pila, la arena vil tierra y el traje de baño los calzones que llevaras puestos.
Pero éramos felices, porque éramos libres. Nada nos detenía y el mundo era nuestro, con todos sus sueños y todas sus alegrías. Ahora requerimos de otros incentivos.
Por la demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".