E S difícil describir a un personaje de altos vuelos sin apasionamientos, sobre todo si dejó una huella imborrable, diría inmarcesible, en quienes abordamos el convoy del periodismo en el último furgón. Han pasado los años, parece que fue ayer, cuando por razones de trabajo acudí a su despacho. Él estaba atrás de su escritorio, escribía algo usando para hacerlo una máquina Smith-Corona. Al sentir que alguien había llegado se acomodó sus gafas y sin dejar de teclear me miró de soslayo. El cuarto no era la gran cosa, una foto en la pared destacaba de las demás. Era la imagen de un hombre de profusa y alborotada cabellera con un mostacho del siglo antepasado con las guías del bigote levantadas. Al fin, el tiempo parecía haberse detenido, ladeó la silla y me enfrentó. Pude entonces ver su cara. Frisaba el hombre en alrededor de los ochenta. No usaba bigote, ni barba. La frente ancha, algunas arrugas sombreaban su rostro, su piel rosácea que conservó hasta sus días finales, su copiosa cabellera con los aladares blanquecinos le daban un aire de intelectual. Su estatura era la adecuada a su delgado cuerpo, sus gruesas cejas, formando un tejadillo a una nariz recta, armonizaban con lo opalino de sus ojos iridiscentes.
Usaba, como ya dije, espejuelos que a su edad parecía que eran parte de su cara, trayéndolos desde su niñez dada la presbicia de su izquierdo. Su vida era el periódico que empezó modestamente desde principios del siglo XX en una casa del Torreón antiguo por lo que es la calle Múzquiz, apenas un garabateado letrero anunciaba en el exterior que ahí había nacido lo que sería un diario de la mañana, el defensor de la comunidad. El rumbo hervía de gente que pasaba por la acera y se quedaba viendo el letrero por lo que satisfecha su curiosidad seguía su camino entre el bullicio de las personas que acudían a abastecer su despensa. Le gustaba comer, cuando era necesario, en el hoy desaparecido Apolo Palacio. No, decía, el oficio de periodista no me lo puedo quitar como si fuera una camisa por que lo traigo incrustado en la piel. Callaba un instante mientas el mesero de apellido Barajas le cambiaba el platillo. Era un cliente más en el comedero, sin ningún trato especial pues su sencillez era conocida por todos, aunque no por ello dejaba de ser un personaje.
Me contaba las peripecias de los tiempos de la Revolución, cuando el periódico a punta de pistola, cambió el rumbo de sus editoriales. Un militar rebelde amenazaba al gobierno federal que se vio precisado a combatirlo. Logró derrotarlo y él se fue a refugiar a la Unión Americana llevándose, como no queriendo, el caudal de fondos que había en las bóvedas de los bancos de aquí y de Saltillo. Eran los tiempos en que había levantamientos, asonadas, insurrecciones, pronunciamientos, cuartelazos y golpes de Estado. Cada militar improvisado o no, con mando se alzaba en armas contra el gobierno federal. Volvió la calma y El Siglo continuó con su trabajo informativo (ya después se le agregó lo de Torreón). En el 22 tenía la ciudad entre población flotante y residentes cerca de veinte mil y pico de habitantes, la mayoría dedicados a la agricultura, para los cincuenta contaba con 50, 000. La ciudad albergaba los agricultores pudientes, quienes adquirieron inmuebles en la avenida Morelos, donde eran recibidos con gran jolgorio a su regreso de los ranchos que ocupaban en las afueras.
En estos días hemos los laguneros escuchado del festejo por los noventa años que cumplió el periódico que tiene usted en sus manos. No ha sido fácil la tarea. Ni nadie le dijo a don Antonio de Juambelz las dificultades que como alud se le vendrían encima. Sin embargo, hizo lo que Ulises para escapar del canto de la sirenas. Se amarró fuertemente a su escritorio evitando caer en los peligros de un mar abierto infestado de alimañas. Eran pocos sus amigos. Se entregó al bien por la satisfacción de lograrlo para su comunidad. Nunca pidió tregua cuando de beneficiar a la colectividad se trataba. Para él no había límites cuando se trataba de defender los intereses de la ciudadanía. Era un hombre recto que no le dio paso a las ambiciones personales. De suyo tenía ese carisma que sólo poseen los elegidos. Creerán quienes no lo conocieron en vida que exagero, no obstante por respeto a su memoria no puedo decir más de lo que me consta. Muchos años supe de su callada filantropía. Fue, en pocas palabras, un ejemplo a seguir.