Para Silvia Lemus.
Es una obviedad pero, desde antes de morir, Carlos Fuentes ya era inmortal.
La dimensión -estatura, talla y peso- de su pensamiento se hizo evidente mucho antes del martes pasado, quizá, desde el momento en que ayudó a encontrarnos en el espejo de nuestra identidad y dualidad, ubicándonos en el concierto y el desconcierto internacional. Hoy, pese a su inmortalidad, dos ingredientes agrandan su ausencia. Uno, nos hemos vuelto a perder, el país vive un enorme y trágico desencuentro. Dos, vivimos días oscuros y su partida marca el fin del prototipo del intelectual que, aun en el vértigo, guarda la serenidad, la sabiduría y la velocidad para darnos luces de por dónde podría correr de mejor manera la vida, en tanto realización y posibilidad.
Un domingo cualquiera -así intituló un texto en Reforma, el 9 de diciembre de 2001- escribió: "Quienes nos iremos más pronto que tarde de la vida, no dejamos atrás un mundo mejor al que conocimos de jóvenes. Dan ganas de dar gracias: Ya no veremos lo peor. Dan ganas de dar pena: Qué triste es ser joven en un mundo como éste. Pero qué desafiante, qué creativo, qué imaginativo también, ser joven, ser viejo y seguir siendo humano".
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Carlos Fuentes se fue cuando de nuevo, como si la historia no hubiera dado más de una lección, México afronta problemas con su libertad y su capacidad de expresión.
Se fue cuando absurdamente se sataniza la expresión de los universitarios sin advertir que, en su superficie y su fondo, manifiestan el hartazgo de enormes sectores de la sociedad frente a un modelo que ofrece por futuro un presente prolongado. Exigir urbanidad y propiedad en la expresión, cuando la clase política es incapaz de elaborar un discurso, amparado en el debate y el acuerdo, para darle perspectiva al país como nación, es tanto como pedirles a los jóvenes ser cómplices en el juego de la simulación que oculta el fracaso de su clase dirigente.
Ahí hay un problema de expresión que cobra otra magnitud cuando un sacerdote renuncia a su labor pastoral con los migrantes por amenazas de muerte. Qué dicen el gobierno, los partidos y los candidatos al respecto. Si la expresión principal del padre Alejandro Solalinde ha sido acallada por el crimen y, a su pesar, deja a quienes se convirtieron en su razón de ser, con qué cara se puede pedir hacer uso de la palabra con mesura y propiedad, si la palabra le ha sido expropiada a quienes con su voz particular hablan por quienes nunca la tuvieron.
Y, por si ello no bastara, ahí está el caso de El Mañana, que como otros diarios a punta de agresiones y balazos limita su expresión, su compromiso de informar con libertad. Apela a la compresión por su silencio, mientras grupos criminales imposibles de contener por el Estado se disputan la plaza y, de paso, dictan qué palabras pueden o no pronunciarse.
Esos problemas de libertad y capacidad de expresión dejan escuchar el silencio que desmorona al Estado de derecho y amenaza, ahora, a la democracia. Desgracia ante la cual, gobierno, partidos y candidatos simulan no escuchar nada y, por lo mismo, juran vivir "la normalidad democrática". Tan ajenos son a la realidad y el tiempo mexicano que, ni aun en el debate, los 50 mil muertos acumulados a lo largo del sexenio merecen una mención, una palabra.
A diferencia de ellos, Carlos Fuentes tuvo por práctica soberana el ejercicio constante del derecho a la expresión, pero también -y esto es fundamental- el derecho de audiencia porque entendía que decir y oír van de la mano. Escribía con sabiduría porque su inteligencia no se tradujo en soberbia o sordera y, entonces, también oía, escuchaba para mantener fresco y renovado el pensamiento.
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Parte de lo que se va con Carlos Fuentes, en su expresión periodística, es la conjugación de la profundidad, la oportunidad, la versatilidad y la velocidad para desmontar realidades y, en su análisis, hacerlas comprensibles para plantear alternativas frente a ellas.
Profundidad de pensamiento para darle densidad informativa a la noticia, oportunidad para abordarla, velocidad en la escritura para ofrecer ideas a tiempo. Fuentes manejaba con extraordinaria naturalidad el análisis de coyuntura y estructura en la reflexión política, así como la creación, la estética y el ensayo en la literatura. En ambas disciplinas, combinaba el uso del microscopio y el telescopio para dar con la particularidad y la universalidad de aquello que se volvía motivo de su atención. De ahí, el peso de su palabra. Entendía el valor de ella, no el precio.
Por eso, en comentario justo, lamentando su partida, Rafael Tovar y de Teresa decía la noche del martes, a la hora de honrarlo, que muy probablemente si las figuras universales de México durante la colonia y la reforma fueron Sor Juana Inés de la Cruz y Benito Juárez, quizá las figuras universales a partir del siglo XX sean Diego Rivera, Octavio Paz y Carlos Fuentes.
De esa talla es su inmortalidad, de ese tamaño su ausencia. Con Fuentes se va el prototipo del intelectual con una visión cosmogónica. Vendrá otro modelo de intelectual pero, por lo pronto, habrá que releer a Fuentes para encontrarnos de nuevo.
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Carlos Fuentes se fue cuando la violencia criminal y la negligencia política sangran y descuartizan al país, haciéndole perder el sentido mismo de la vida.
Se fue cuando la clase dirigente confunde el debate y el análisis del fenómeno criminal con un asunto de uniformes y calibres, y subastan qué tipo de policía armar: gendarmería, policía nacional con disciplina militar, federal con 32 cuerpos estatales y mando único, unidades especiales… e ignoran el carácter transnacional y global del problema porque, en su lógica, como México no hay dos y, entonces, para qué andar considerando al resto del planeta.
Carlos Fuentes se fue, habiendo hecho una advertencia el 25 de octubre de 2008: "en México corremos el riesgo de una quiebra institucional que destruya todo lo que, hasta ahora, hemos conseguido con virtudes plausibles y errores corregibles".
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A diferencia de la clase política, Carlos Fuentes desenterró el espejo y miró al país de cuerpo entero, con sus debilidades y sus fortalezas, decidido a reconocer qué cambiar y qué conservar.
A la clase política le aterran los espejos. Por eso, cuando pueden los entierran e insisten en ignorar cómo son y cómo somos, en reconocer que el reflejo deformado de nuestras aspiraciones no es un problema del espejo sino de nosotros. Gracias por todo, Carlos. Sin desconocer tu inmortalidad, te vamos a echar de menos.
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