La Laguna ha sido una región que desde el siglo XVI está abierta a movimientos migratorios de población "nacional" e "internacional" si se nos permite usar estas expresiones para la era colonial. La extraordinaria producción vitivinícola de Parras jamás hubiera ocurrido si no fuera porque los inmigrantes vascos, españoles en general y tlaxcaltecas, se establecieron en ese fértil valle, y con su trabajo e inversión monetaria, lograron tan significativa riqueza.
La región que se ubicaba entre Parras y Cuencamé fue de las últimas en ser pobladas porque era una de las más desprotegidas, vacías y hostiles. Los indios bárbaros constantemente asolaban su territorio en busca de ganado y de mercancías para saquear.
Unos 135 años después de fundado Parras, se asentó una nueva colonia tlaxcalteca al suroeste de aquélla, San José y Santiago del Álamo, llamada también Álamo de Parras, ahora conocida como Viesca, Coahuila. A lo largo de los años, el Álamo de Parras recibió una gran cantidad de inmigrantes que llegaban desde Zacatecas siguiendo el curso del Río Aguanaval. Los registros parroquiales de Viesca consignan que había en su jurisdicción vecinos de Parras, General Cepeda, San Lorenzo de La laguna, San Antonio de La Laguna, Gatuño y Vega de Marrufo, en Coahuila; Río de Nazas, Cuencamé, Noria de Pedriceña, Mapimí y La Loma, en Durango; Nieves y Río Grande, en Zacatecas, e incluso, de Michoacán y de Querétaro.
Hacia 1820, y aprovechando la bancarrota de los marqueses de Aguayo, casi un siglo después de la fundación de San José y Santiago del Álamo (Viesca) se dio un nuevo paso hacia el occidente, es decir, en dirección al Río Nazas, en las tierras de lo que era la jurisdicción del Álamo, para fundar un nuevo núcleo de población en la fértil Vega de Marrufo, un antiguo brazo del Río Nazas que conectaba con el Aguanaval, y que actualmente se corresponde con Matamoros, Coahuila. Esta era una región muy fértil, y había gente establecida en ella. Cuando en 1848 la Hacienda de San Lorenzo de La Laguna fue adquirida por los señores Zuloaga y Jiménez, comenzaron los problemas con aquellas personas que se habían establecido en la Vega mencionada.
Que esto sucedió así, lo demuestran los mismos libros parroquiales de Viesca. El 5 de julio de 1843, en el Libro Cuarto de Matrimonios (1828-1844) se asentó el enlace de Pioquinto Méndez Soto, de 22 años de edad (es decir, nacido en 1821), "originario y residente en la Vega de Marrufo", hijo de Fernando Méndez y María Casilda Soto. La novia era María del Refugio Cervantes García, de 15 años de edad (nació en 1828), "originaria y vecina del mismo punto de la Vega". Ella era hija de Cornelio Cervantes y María Ynocencia García.
En el mismo día, mes y año, otra partida matrimonial nos indica que José Sabino de los Reyes Salazar, de 23 años de edad, originario y residente en la Hacienda de los Hornos, contrajo matrimonio con María Josefa Guillén Montoya, de 16 años de edad (nacida en 1827) "originaria y residente en la Vega de Marrufo", hija de José María Guillén y de María Dolores Montoya, quienes aparecen como habitantes del Rancho de Matamoros en el Padrón de Viesca y su jurisdicción, en 1848, p. 20.
En las partidas de matrimonio citadas, encontramos a tres personas que eran originarias de la Vega de Marrufo, quienes nacieron en 1821, 1827 y 1828. En 1843 eran además residentes o vecinos del mismo lugar. Sin duda alguna, sus apellidos son dignos de figurar entre los más antiguos de Matamoros y posteriormente, de Torreón.
Y ya que hablamos de los habitantes originales de Matamoros, diremos que por falta de evidencia documental, hubo omisiones en las que se incurrió al historiar los acontecimientos y fenómenos sociales de la Comarca Lagunera del siglo XIX. Una de ellas ha sido la de borrar las raíces culturales tlaxcaltecas de muchos de los más destacados actores sociales. Nótese bien que no hablo tanto de una etnia tlaxcalteca, cuanto de una cultura, una mentalidad tlaxcalteca muy relacionada con el espíritu de libertad, de lucha contra la adversidad, de valor y de autoestima personal y social.
Efectivamente, ser tlaxcalteca de Parras o de San José y Santiago del Álamo (Viesca) representaba un enorme orgullo para sus descendientes, y declararse como vástago de aquéllos era un acto de profunda autoestima y de compromiso con la libertad personal. Quienes se han tomado el trabajo de estudiar la cultura tlaxcalteca precortesiana y colonial, saben sin género de duda, que los tlaxcaltecas eran gente orgullosísima de ser quienes eran, y a la vez, profundamente indómita. Jamás permitieron que el Imperio de los Mexica los sometiera, y preferían morir en combate que vivir en servidumbre. Los españoles nunca los pudieron someter, y prefirieron aliarse con ellos. Los invictos tlaxcaltecas ya estaban avisados por sus dioses de que llegaría un pueblo con el cual se iban a mestizar para formar un nuevo orden, un nuevo mundo. Esto lo detallo en mi libro "El País de La Laguna".
Durante el primer tercio del siglo XIX, hubo una serie de movimientos migratorios de personas que habían sido despojadas, legal o ilegalmente, del usufructo de las tierras que ocupaban en la jurisdicción Parras y de San José y Santiago del Álamo (Viesca). Muchos de ellos tenían antecedentes étnicos tlaxcaltecas que expresamente manifiestan en las declaraciones que, ante autoridad competente, hicieron en su momento. Muchos otros procedían de otras etnias indígenas, y otra buena cantidad, contaba con ascendientes africanos de Angola y Guinea. Sin duda, estos antecedentes explican, en gran medida, el anhelo de libertad de aquéllas personas que llegaron a convertirse en matamorenses.
Cuando, en 1820, los españoles y criollos de Parras usurparon el gobierno municipal que les correspondía a los tlaxcaltecas de ahí mismo, muchos de ellos prefirieron salir en busca de nuevos lugares donde pudieran vivir como hombres libres y no como "criados".
El nuevo libro "Padrón y antecedentes étnicos del Rancho de Matamoros, Coahuila, en 1848" de reciente presentación, demuestra claramente lo que llevamos dicho hasta aquí sobre aquéllas primeras etnias laguneras.
Por otra parte, hay un mensaje bastante inteligible en el hecho de que, a la población que estas mismas familias (de ascendencia viesquense) erigieron en la Vega de Marrufo, le pusieran por nombre "San José de Matamoros". Matamoros era el apellido tradicional de "Santiago Matamoros", el santo guerrero, aliado perpetuo de los tlaxcaltecas, mientras que San José era el patrono colonial de la buena muerte. Así que en pocas palabras, tanto San José y Santiago del Álamo (Viesca) como San José de Matamoros resumían en sus nombres un programa vital: luchar, o morir bien. Este era la visión cultural de los tlaxcaltecas, luchar como hombres libres, o morir con honor y bienaventuranza.
Bajo este contexto cultural, podemos comprender enteramente el por qué los matamorenses lucharon hasta con los dientes por ser dueños de sus propias tierras. No tenían espíritu de siervos ni de esclavos. Eran linaje de hombres libres, hechos para el combate y para la defensa de su honor, de sus familias y de sus bienes.
El nombre de San José no prevaleció porque en la era independiente, y mucho más a partir de 1857 con los liberales en el poder, los nombres de santos no fueron bien vistos para la toponimia de nuevo cuño. De hecho, a Parras le quitaron el "Santa María" de su nombre tradicional. Sin embargo, por una afortunada coincidencia, Matamoros era también el apellido del padre Mariano Matamoros, cura de Jantetelco, Morelos, y uno de los próceres de la independencia. Este nombre sí cuadraba con los propósitos de los liberales, así que este nombre, sin el "San José" previo, fue consagrado al erigir Benito Juárez la población en villa el 5 de septiembre de 1864.