El funeral
Las noches de duelo son un naufragio.
Avanzar lentamente, medio metro, 10 centímetros, defensa con defensa, una hora de tránsito intenso para llegar al funeral de mi amiga. ¡Carajo, qué ciudad! Pero bueno, al menos no soy yo quien hace su entrada final en la carroza fúnebre. De momento estoy viva y aquí, en esta funeraria, me resulta inevitable revivir hasta los más pequeños detalles, como el chirriar de las ruedas del soporte que ante mi total perplejidad, deslizaba el ataúd de mi padre. Dos hombres lo colocaron al centro del salón, encendieron unas velas y antes de retirarse con paso de gato, me preguntaron: “¿Abrimos el féretro o lo dejamos cerrado?”. “Ábralo por favor”, pedí, sintiendo claustrofobia.
Ellos se fueron y yo quedé aquí sin saber qué hacer con mi persona. Había insistido en quedarme contigo en el hospital con la esperanza de hablar, papá, de perdonarte, de que me perdonaras, de abrazarnos y llorar como sucede en las telenovelas. No fue así, tu corazón se detuvo sin darnos tiempo de cruzar el puente de indiferencia y frialdad que durante años habíamos construido. De pronto me encontré llenando formularios, firmando papeles, escogiendo una caja para tu entierro. Y ahora estamos aquí, papá, y no quiero verte, ni siquiera me atrevo a acercarme...
Ojalá que el féretro les guste a mis hermanas, “es cedro finísimo”, me aseguró el vendedor. Junto con el empleado que introduce la primera corona, aparecen mis hermanas. Bonitas, frescas como los arreglos florales que continúan llegando “con el más sentido pésame” de amigos, proveedores... ¿Qué este Vargas no es aquél desgraciado que te robó las patentes, pa? El impecable luto de mis hermanas resalta la ordinariez de mi arrugadísima falda de cuadros verdes; y ¡Dios mío, qué cara! Si hasta perece que la muerta soy yo. Al levantarme para ir al tocador, doy tremendo cabezazo al gordito bigotón que se inclina hacia mí.
Me abraza, “te acompaño en tus sentimientos” susurra en mi oído y antes de retirarse me presenta con su esposa. “Ella y yo fuimos novios en el kínder”, le dice. “¿Te acuerdas?”, me pregunta él. “¡Ay, claro que me acuerdo!”, respondo, pero cuando se retiran me quedo preguntando ¿quién será?
La frescura de las flores blancas que empieza a invadir el salón, no consigue eliminar el olor penetrante y dulzón de la muerte... estoy segura de que preferirías rosas rojas o tulipanes de colores intensos, ¿quién decidiría que a los muertos no les gustan los colores?
Poco a poco se va llenando el salón. La tía Chelo, quien según recuerdo intentó suicidarse varias veces, aparece sonrosada y abundante seguida de sus tres hijas que en riguroso luto, lloran como si la que se hubiera muerto fuera su propia madre; mientras tú, el más joven, el zocoyotzin de la familia -como decía tía Chofis- estás en esa caja... ¿Tienes frío, pa? ¿Nos estás escuchando? ¡Dios! ¿Cómo será eso de morirse uno? A la hora de mi muerte ¿qué haré? Tú, padre, que me enseñaste tantas cosas, enséñame ahora cómo se muere, yo no lo sé.
La tía Chofis, tu hermana preferida, acaba de aparecer papá, pero mejor que ni la veas, entre cirugías plásticas y Botox, su legendaria belleza se convirtió en la cara de los espantos.
En un sillón frente a mí está tu hermano Fausto, tan mayor que tú, está devastado pero vivo. Mis hermanas circulan por el salón compitiendo a ver quién es más poliédrica, la más hipotenusa, la más plenipotenciaria (así nos enseñaste, ¿no pa?); reciben condolencias, abrazan, agradecen y dosifican su llanto de manera que alcance para amigos, conocidos y saludados. Todas pompa y circunstancias giran entre la gente y no sé por qué se me ocurre que en cualquier momento aparecerá un camarero ofreciendo bocadillos y champaña; mientras yo sigo aquí rumiando mis rencores.
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