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El Grito

Ciudad de Alfabetos

ERNESTO RAMOS COBO

Esta es una historia sencilla que me ocurrió en Torreón. Es tal vez casual y sin importancia. Nace incluso de mi propia estupidez, pero no he podido quitarla de mi cabeza, y no he podido porque en algún momento hubo un Grito de alguien… un grito y su cara… y su recargarse hacia atrás, como cayendo a un vacío, con aire de empujado al excusado, como si gritara en un abismo, de esos que caen durante infinitos siglos.

Pero no quiero adelantarme… e incluso -desearía que ese grito durara únicamente el tiempo que duró de hecho.

Sabían ustedes qué tanto se ha degradado la situación en Torreón, en el norte de México, de inseguridad, de descabezados, colgados y etcéteras, de carencia de empleo, de centro sucio, de espíritu desmoralizado, de autoridades irresponsables, de ánimo recaudador inacabable ante arcas saqueadas, de elefantes blancos absurdos que no sirven ni para plaza, de autoridades cínicas, de futbol como opio del pueblo, de todo, de ancianas que las sacan de sus autos a plena luz del día; sabían qué tanto se ha degradado, que luego es difícil verbalizar la forma en que el descontrol ha calado en los habitantes, en nuestra forma de ser, y cómo la situación ha tatuado, con los temores de ahora, nuestra actitud y visión al futuro.

Tanto se ha degradado nuestra convivencia ciudadana, que incluso la paranoia y el miedo hacen gritar muy fuerte, más fuerte de lo que nunca pudiste imaginar que jamás escucharías gritar.

A mí lo que me sucedió es que yo andaba por allí, y aparqué el carro.

Sí…lo aparqué, y nosotros decimos carro, y decimos bordo, y decimos reburujado y asquel, y ¿qué pedo? Entonces, aparqué el carro, y me fui medio distraído calle enfrente, en parte porque iba a comprar unas madres, y en parte para alivianarme algo de los calorones bárbaros. El auto era prestado, un compacto blanco al que no le funcionaba el aire, chingao, aunque luego eso también vale madres.

El caso es que después de recibir frescor en la tiendita, y de comprar unas madres, salí de nuevo al solazo viendo medio de reojo los coches que venían, medio de reojo un cuate que cerraba la cortina de su negocio, medio de reojo el solazo, medio de reojo el cruzar la calle y medio de reojo el techo blanco de ese auto que creía me habían prestado, y medio de reojo la llave en la cerradura, y no con medio ojo, sino ya cuando tenía medio cuerpo en el asiento, fue cuando de pronto me inmovilizó un Grito.

No fue un grito ni un alarido ni un lloriqueo ni siquiera un "estate quieto"; no, fue de verdad un Grito. Un ¡AY CABRÓN ESPÉRATE!, que no provenía de la garganta de quien lo exhalaba, sino del estómago mismo del cuate que, después de haber cerrado la cortina de su negocio, estaba frente a mí ya cayendo. Gritando a un abismo, chaparrón, gordito, bien fajado el colega con un cinto pipiado, jeans y camisa de cuadros, parecía árabe. En esa calle en Torreón hay muchas ferreterías de árabes, cabrones que se parten el lomo y han hecho crecer La Laguna. Habibis risueños que cierran tarde su cortina y se trepan al camello, que para el caso no era camello, sino un auto también techo blanco similar al que me habían prestado, y así el colega, después de cerrar la cortina, y al dirigirse, encuentra un extraño con medio cuerpo metido en su volante, rasgo evidente de extrañeza, de "¿espérese señor, qué está pasando?, ¿qué se le ofrece?, creo que hay un malentendido, vamos a arreglarlo", porque de hecho lo había, debo decir, porque era yo el que me había equivocado, metiéndome al camello del extraño.

Pero no hubo nada de eso, y no quiero justificar de ninguna forma mi distraída estupidez, pero no hubo nada de eso. Al contrario, en vez de alguna suerte de interacción tendiente a enfrentar y resolver la situación, lo que hubo fue no un grito, no un alarido ni lloriqueada, no exclamación de esas de la grada, sino un Grito de verdad a todo lo largo de la calle silenciada, mientras arrastrándose el colega deslizaba el cuerpo con aire de #ResguardateDeLosBalazosQueTeVanAChingarColega.

Yo también me atolondré medio sacadón de onda, y me retiré disculpándome, con ademanes torpes, de sus ojos, que eran dos de lechuza.

Ahora pienso que fui yo el que tuvo suerte de que no se tratara de un colega con ánimos de vaciarme la cuarenta y cinco en las cuencas.

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