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El presidente del consenso

PATRICIO DE LA FUENTE
"No preguntemos si estamos totalmente de acuerdo, sino tan sólo si marchamos por el mismo camino".— Johann Goethe
"La aspiración democrática no es una simple fase reciente de la historia humana. Es la historia humana".— Franklin D Roosevelt

Uno está muerto. ¿Habrá ido al cielo en el que no creía? Lo ignoro. El otro padece demencia senil, tiene ochenta años y vive a medias en un limbo de recuerdos que se desdibujan, pocos lo visitan ya. Así de ingrato es el despoder: a veces los amigos brillan por su ausencia cuando los reflectores dejan de hacerlo. Sin embargo, la transición hacia una España democrática resultaría inentendible sin ambos hombres.

Figuras disímbolas con pensares muy distintos que, ante circunstancias extraordinarias habrían de coincidir y lograr consensos. No era asunto menor lo que estaba en juego: el futuro de toda una nación que salía de una guerra civil y la crueldad que significó el franquismo. Uno era "de derechas", y el otro abrazaba sin pudores al comunismo de fines de los setenta. Dialogaron, se entendieron, lograron tenerse respeto. Pesó más la razón de Estado que cualquier diferencia ideológica. Pesó más el amor a la patria. Hablo de Adolfo Suárez y Santiago Carrillo.

La prensa española -que no suele derramar mieles hacia ningún político, cabe destacar- dedicó sendos reportajes y loas a Carrillo en el marco de su fallecimiento. "Adiós multitudinario a un político generoso", se titula la nota que describe a Santiago Carrillo y a las circunstancias que enfrentó de la siguiente forma: "La transición española no la hicieron los políticos, fue obra del pueblo, pero qué duda cabe que el papel de Santiago Carrillo fue decisivo en el restablecimiento de las libertades democráticas". En tanto y con motivo de su onomástico número ochenta, de Adolfo Suárez se habla como el político que más y mejor ha utilizado el diálogo y la concertación como métodos políticos en épocas críticas, como lo fue el tránsito de la dictadura a la democracia. "Pudo encontrar salidas pacíficas a conflictos que parecían imposibles. Muchos echarán de menos a alguien así para afrontar las crisis del presente", afirman con justa razón.

En ciertos hombres públicos -y claro está, también en el ser humano común y corriente- existe la grandeza o, por lo menos, la posibilidad de llegar a serlo. La grandeza aflora cuando los desafíos son extraordinarios, florece cuando la adversidad llama a la puerta pero, desgraciadamente, es cualidad de muy pocos.

El tercer milenio se ha caracterizado por ser una época convulsa, incierta, y a veces los líderes de hoy se miran pequeños, torpes, disminuidos frente a las tempestades que se avecinan y a la víspera del trueno. Al ahondar en las figuras de Santiago Carrillo y Adolfo Suárez, al admirar y aquilatar su legado histórico, ello inevitablemente me lleva a pensar en mi país, en México. Soy enemigo de las comparaciones, no me gustan, pero existen enormes lecciones y casos de éxito como éste, de los que bien podríamos aprender.

Al languidecer el sexenio de Felipe Calderón, los logros ahí están, resultan tangibles, pero también México se encuentra inmerso en una espiral de violencia, desigualdad e incertidumbre como pocas veces en su historia. La clase política -hablo de todo el espectro y de todos los partidos- gozan de escasa credibilidad y una bien ganada mala fama entre la población. Frente al nuevo Gobierno de la República y la figura de Enrique Peña Nieto, reinan la duda y el escepticismo. Los políticos insisten en la necesidad de acuerdos y, en la urgencia del futuro implacable, nos dicen que las cosas esta vez serán distintas. En tanto, la ciudadanía manifiesta su recelo, quizá recordando aquella máxima de Santo Tomás: "hasta no ver, no creer".

Hay políticos -y miles de ciudadanos- que reiteradamente le apuestan al fracaso de la Presidencia de Enrique Peña Nieto por el simple hecho de pensar distinto o pertenecer a otros partidos. Dicha conducta, además de mezquina, me parece infantil y de poco nos ha servido. Es hora, querido lector, de remar juntos y de una vez por todas entender que en el irrestricto respeto hacia quien piensa distinto, radica la mayor de las fortalezas de una nación. Sería maravilloso ver sentados en la misma mesa a todos los actores bajo el entendido de que la patria es primero.

¿Qué tiene España que no tengamos nosotros? Ya estuvo suave de sentirnos el patito feo, el pueblo oprimido destinado al fracaso y la tragedia. Eso es actitud de perdedores, del débil de carácter; conmigo no va y sé que contigo tampoco.

Es hora de que aflore la grandeza en cada uno de nosotros. Que otros sean los que se sienten a llorar y a lamentarse…

ALONSO LUJAMBIO

Ha causado tristeza entre la clase política, el mundo de la academia y los ciudadanos de a pie, la partida del senador y maestro Alonso Lujambio, quien tras una valiente y admirable lucha contra el cáncer de médula ósea, falleció la madrugada del martes a los cincuenta años de edad. Verlo tomar posesión como legislador pese a su precario estado de salud y en medio de aplausos por parte de sus compañeros, hizo que me cuestionase acerca de la ingratitud que siempre supone la enfermedad en el cuerpo y espíritu de un hombre joven cuyo futuro alguna vez se antojó brillante. La muerte y sus misterios, como pocas cosas, son inentendibles.

"Solía ser un tipo que tenía mucha prisa. Esa prisa no le sirve a nadie", expresó Alonso en su última entrevista. De entre todo lo que se dijo sobre la vida y obra de Lujambio hoy te dejo un pequeño extracto del texto que escribió en su blog quien fuera una de sus alumnas, mi amiga Paloma Franco, y que resulta conmovedor: "Se escribirán muchas reflexiones, jamás suficientes, sobre las aportaciones que Alonso Lujambio le dio a este país. Pocas de ellas serán justas en algo: lo que ese brillante hombre dejó en las conciencias de los que un día fuimos sus alumnos. Yo solo fui una más, y hoy sé que fui una privilegiada".

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