El jueves celebraremos el día internacional de la mujer. En función de ello me permito recomendar un libro que se encuentra en el terreno entre la novela y la investigación periodística: La Poeta y el Asesino, de Simon Worrall. El texto amalgama dos historias: la vida de Emily Dickinson, la más grande poeta norteamericana, y Mark Hoffmann, uno de los falsificadores más hábiles del mundo.
Aunque el título parece ofrecernos una historia en blanco y negro, en realidad escapa a la tentación de dibujar personajes planos, con una sola cara. Simon Worrall, el autor, no dibuja una Dickinson buena, limpia, exitosa, frente a un asesino malvado, oscuro, empeñado en ver el mundo arder. Esa historia, independientemente de los nombres de los personajes, la hemos leído ya demasiadas veces.
No. En este libro no hay víctimas ni victimarios, por lo menos no en estado químicamente puro. Conforme avanzan las páginas descubrimos que Emily Dickinson fue una mujer que se aisló del mundo herida por un fracaso amoroso que, como muchos otros aspectos de su vida, quedó en el misterio. La mayor parte de su vida estuvo encerrada en una habitación de la casa de su padre. Lejos de la leyenda que hoy veneran muchos de sus lectores, era una mujer atormentada, llena de miedos y complejos, que recurrió a la poesía para sublimar muchos de esos conflictos. "Al igual que Sylvia Plath, Dickinson se considera la encarnación de la conciencia femenina", escribe el autor, "su existencia solitaria encuentra eco en el estilo de vida de la mujer actual. Dickinson es la niña que nunca creció: ni se casó ni tuvo hijos, y jamás se adentró en el complicado mundo de las relaciones sexuales adultas. En esta época posmoderna y posfeminista de crispadas relaciones sexuales, su exilio interior es percibido como una forma de heroísmo y la decisión de no casarse como la única elección inteligente". Si nos ponemos freudianos, podemos decir que al recluirse, al negarse al sexo y a la maternidad, Dickinson escuchaba el instinto de la muerte.
Worrall trasciende el nivel de lo evidente para mostrarnos que el asesino tampoco es lo que parece. Para hacerlo explora las motivaciones que llevan a una persona a convertirse en un experto en la falsificación de documentos. Al contrario de lo que pudiéramos pensar, el dinero no es el móvil principal: con frecuencia es un asunto de principios.
Desde una etapa temprana de su vida, Mark Hoffmann quedó marcado cuando descubrió la falta de congruencia, es decir, que una persona puede decir algo y estar pensando lo contrario. Ello lo llevó a ser, muchos años después que Emily Dickinson, otro espíritu en conflicto. Es por ello que sus falsificaciones tendían a minar, a desautorizar los grandes preceptos de la religión mormona: son un intento por echar luz sobre los dogmas y evidenciarlos como principios hipócritas, sin razón de ser. Para ciertas religiones, las dudas e incertidumbres personales personales son vistas como tentaciones que deben rechazarse, no como desafíos que deben explorarse y resolverse.
Si Dickinson escribía para escapar de sus conflictos, Hoffmann también lo hacía, sólo que utilizando otro nombre. Durante la falsificación, más que en ningún otro momento, es cuando más en paz y libre se sentía. Al pretender ser otra persona podía escapar a sus demonios interiores, olvidarse de sí mismo, dejar de ser el hijo confuso de una represiva familia de mormones.
Conmemoraciones como la del próximo jueves apuntan a recordarnos que juzgar a una persona por su género o su ocupación es etiquetarla, reducirla a uno de sus rasgos. Las cosas cambian cuando recordamos que en el fondo de su alma, la poeta acaricia el instinto de la muerte mientras en la conciencia del asesino, del estafador, suele haber un poeta intentando liberarse.
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