EL SÍNDROME DE ESQUILO
Si algo caracteriza las campañas políticas es la promesa de construir una sociedad más justa y con mejores condiciones de vida para todos. Los mexicanos vivimos siempre a un sexenio de resolver nuestros problemas. A un voto del paraíso. A nadie debiera extrañarle, pues esta idea es más vieja que la democracia misma.
Utopía, que significa en griego "no hay tal lugar", es un término que utilizó Tomás Moro para nombrar aquella república feliz ubicada en una isla de la que describió economía, urbanismo, relaciones entre ciudadanos y organización social. Moro no fue el primero en soñar con su existencia: ya Platón había escrito La República movido por el afán de fundar una realidad conforme a la idea. A lo largo de la historia podemos encontrar la utopía en los pensamientos de Tommaso de Campanella (Citta del Sole) y Cyrano de Bergerac (Le autre monde). Sin embargo, no todo el deseo de cambio de un orden social puede ser llamado pensamiento utópico.
Para Martín Buber las utopías que figuran en la historia espiritual de la humanidad revelan a primera vista lo que tienen de común: son cuadros, y, por cierto, cuadros de algo que no existe, salvo en la imaginación. En general solemos asociarlos con la fantasía, pero ello no basta para definirlos. Esta fantasía no divaga, no va de un lado a otro impulsada por ocurrencias cambiantes, sino que se centra con firmeza sobre una base primordial que es, a la vez, un deseo, el proyecto de esa fantasía. La imagen utópica es un cuadro de "lo que debe ser", lo que el autor de la utopía desearía que fuese real. Sin embargo, tampoco con decir que las utopías son imágenes de deseos es bastante: hace falta decir que en ese deseo impera el afán por lo justo, que se experimenta en visión religiosa o filosófica, a modo de revelación o idea, y que por su esencia no puede realizarse en el individuo, sino en la comunidad. La visión de lo que debe ser, por independiente que a veces parezca de la voluntad personal, no puede separarse de una actitud crítica ante el mundo humano. El sufrimiento que nos causa un orden absurdo prepara al alma para la visión y lo que ésta ve robustece y ahonda la comprensión que tiene de lo equivocado.
En el siglo XVI, los relatos y las crónicas americanas que llegaron a Europa influyeron en los autores de lo que fue un nuevo género: el utópico. Las noticias de realidades hasta entonces desconocidas ponían sobre la mesa la posibilidad real de que existiera "lo otro", es decir, una sociedad organizada de forma distinta.
El género utópico se difunde al mismo tiempo que la conquista de América se acelera. América vive entonces entre las conceptualizaciones sobre países de "ninguna parte", "nuevas atlántidas" y "ciudades del sol". Poco a poco, las discusiones sobre el Nuevo Mundo giran alrededor de cómo organizarlo y administrarlo. El mundo alternativo no existe per se. La otra realidad hay que construirla con esfuerzo a partir de un proyecto. El mito clásico que suponía que en alguna parte existía un mundo al que únicamente habría que tener acceso por la revelación del lugar donde se esconde, cede a la propuesta de la construcción utópica. Ya no se trata de recuperar los restos de una Edad de Oro preservada por milagro en algún rincón americano. Con la utopía se apuesta al futuro a partir de un territorio nuevo, pleno de posibilidades. La utopía nos transfiere el deber y la responsabilidad de transformar el mundo.