Vivimos rodeados de ellas, hambrientos de ellas: de los evangelios a la publicidad, del cine a los chistes de sobremesa, las historias son nuestro lazo principal con el mundo. Aprendemos por medio de historias. Gracias a ellas sistematizamos el caos y nos hacemos una idea del mundo. De manera inconsciente, yo lo aprendí desde que era niño. Solía acompañar a mis padres a sus trabajos. Mi madre era juez, mi padre maestro rural. Para mi padre la mejor forma de tenerme quieto era dejarme vagar en el desierto, lo que era imposible para mi madre, pues los juzgados estaban en el centro de Torreón: "Haz lo que quieras", me decía, "mientras no salgas del edificio".
En la planta baja había una librería. Lo único que podía hacer era ir allí a hojear los libros, comprar alguno y sentarme a leer en las escaleras. Entonces ni siquiera pensaba en escribir: lo que me gustaba era estar afuera. No obstante, leer y observar el mundo ya eran para mí actividades complementarias. En el desierto encontraba cosas que detonaban mi curiosidad: insectos y plantas, fósiles, puntas de flechas indígenas: enigmas cuya respuesta buscaba después en la librería.
En el juzgado donde trabajaba mi madre jugaba otro juego, pero ése era prohibido: leer los expedientes que contenían versiones encontradas de los hechos. Creo que así cobré conciencia de las posibilidades de la palabra escrita. Como quienes leen el famoso cuento de Akutagawa ("En el bosque"), me preguntaba qué había sucedido realmente en cada caso. Los hechos ocurren y se fugan. Imaginaba que muchos juicios se perdían o se ganaban dependiendo de qué tan buenos narradores eran los involucrados: quien daba la explicación más persuasiva (quien contaba mejor su historia) convencía al juez. Más que un así ocurrió, leía cada relato como un así pudo ocurrir, una reconstrucción de lo sucedido.
Años después, en la preparatoria, una profesora me hizo leer Crónica de una muerte anunciada. Reviví la sensación de estar en el archivo, pero esa novela era mejor que cualquier expediente. Noqueado aún, me puse a investigar cómo había hecho el autor para armarla. Me encontré con que era un periodista, y ese verano leí todo lo que hallé de él: desde Cien años de soledad hasta las columnas periodísticas que bajo el nombre de "jirafas" publicó García Márquez en sus años de juventud. La gran cualidad de esos trabajos es que, como ocurría con los expedientes que analizaba mi madre en el juzgado, dejan en manos del lector la decisión final, y eso genera un compromiso: hay que estar atento, activar la cabeza para no cometer errores. Para quienes leen con atención, el mundo no tiene una sola cara.
Así comprendí que periodismo y literatura son disciplinas distintas, pero hermanadas por la necesidad de contar historias en forma creativa, estimulando el pensamiento crítico. Porque tener más herramientas nos permite contar mejor. José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Rubén Darío y César Vallejo, entre muchos otros, pusieron sus herramientas al servicio del periodismo, como lo hicieron Mark Twain, Ernest Hemingway y Norman Mailer en esa patria vecina que es la lengua inglesa.
Pero el papel de las historias en nuestra vida diaria va más allá. Las historias nos dan identidad, nos construyen y nos sirven como brújula para tomar decisiones futuras. De allí que vivamos rodeados de ellas, hambrientos de ellas: no es suficiente saber que un capo se fugó de prisión, queremos saber cómo lo hizo. No bastan los datos duros, leemos crónicas deportivas, políticas y de espectáculos. Celebramos reconstrucciones históricas de la Batalla de Puebla, del grito de Dolores. Escuchamos con atención los chismes que luego contamos con nuevos detalles. Basta hacer conciencia de cuántas historias consumimos al día, cuántas anécdotas contamos y cuántas preguntas hacemos, para darnos cuenta de que, de las telenovelas a los noticieros, de la plática entre vecinos a las efemérides de calendario, las historias son nuestro lazo principal con el mundo.
Twitter: @vicente_alfonso
