El Síndrome de Esquilo
Muy pocas personas en el mundo son capaces de correr cien kilómetros en un día. Quizá tan pocas como las personas que pueden escribir cinco o seis novelas que rebasen las seiscientas páginas. Pero definitivamente se cuentan con los dedos de una mano aquellas que han realizado las dos proezas. De eso habla uno de los libros que más he disfrutado en meses recientes: De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets, 2010), de Haruki Murakami. En este libro el autor japonés se aparta de la ficción para hacer una bitácora que amalgama las dos actividades que más le apasionan: la literatura y salir a correr.
He de confesar que me acerqué a este libro no como escritor, sino como trotador inexperto, pues llevo apenas un año corriendo regularmente, en sesiones de 15 kilómetros. No obstante, no he podido más que tomar nota de lo que en poco más de doscientas páginas expone Murakami: que no hay demasiada diferencia entre gastar los tenis y acumular kilometraje en el teclado de la computadora.
El autor de novelas como Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y Kafka en la orilla se perfila como un escritor férreo, que asume el oficio de novelista como una prueba de resistencia: "soy un corredor de fondo, después de todo", señala. Y así es: entre sus principales virtudes podemos contar la disciplina y el tesón necesarios para negociar con su cuerpo para correr 100 kilómetros de un jalón o para sentarse a escribir novelas de más de seiscientas páginas.
A partir de allí, expone su visión acerca de aquello que en el ambiente literario se conoce como "los escritores malditos". Se trata del viejo cliché del escritor que fuma un cigarrillo tras otro, que bebe whisky mientras escribe, que aporrea el teclado toda la noche y que al final de la jornada, intoxicado y ebrio, ha logrado sacar unos cuantos párrafos magistrales. Frente a esa caricatura, Murakami expone una visión que me gusta. Dice que escribir es, de por sí, intoxicarse. Nuestro cuerpo, igual que nuestra conciencia, es un laberinto. Por doquier hay oscuridad y ángulos muertos. Por doquier hay mudas insinuaciones, dice, y en todas partes acecha la incertidumbre. Para enfrentar esa zozobra, hay que ser fuerte físicamente: "Para tratar con cosas insanas, las personas tienen que estar lo más sanas posible. Esa es mi teoría. Lo que es tanto como decir que los espíritus insanos necesitan también, por su parte, cuerpos sanos". Insiste páginas más adelante: "aquellos que aspiran a dedicarse profesionalmente a escribir novelas durante mucho tiempo tienen que ir desarrollando un sistema inmunitario propio que les permita hacer frente a esa peligrosa (incluso letal) toxina que anida en su cuerpo".
No es una condena moral, sino una verdad práctica: para rendir más, el escritor cuenta con su cuerpo, y sólo en la medida en que le dé mantenimiento a esa máquina podrá exigirle mejores rendimientos.
Se trata, en suma, de un libro muy disfrutable que provoca admiración y motivación. Empuja a escribir, a asumir las letras como forma de vida, no con las poses artificiales de algunos rockstars. A la creencia tan extendida de que se corre con los pies y se escribe con la cabeza, Murakami responde: el aspecto físico de novelar y el aspecto sicológico de correr son factores que se deben cuidar para desarrollar una obra importante: "Corriendo por las calles se puede distinguir fácilmente a los corredores principiantes de los veteranos. Los que respiran a bocanadas cortas y jadeando son los principiantes, en tanto que los veteranos lo hacen de modo silencioso y regular. Sumidos en sus pensamientos, su corazón les va marcando lentamente el tiempo. Cuando nos cruzamos por los caminos, uno capta el ritmo respiratorio del otro y percibe cómo marca el tiempo. Del mismo modo, cada escritor capta el estilo y el modo en que otro escritor utiliza el lenguaje".
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