El Síndrome de Esquilo
Ayer Carlos Fuentes hubiera cumplido 84 años. El asunto no pasó de noche: en Ciudad Universitaria, en la Ciudad de México, se realizó un acto conmemorativo en el que participaron Sergio Pitol, Enrique González Pedrero y Porfirio Muñoz Ledo, entre otros. La muerte no afectó al autor de La región más transparente. Incluso acaban de llegar a las mesas de novedades los que quizá sean sus últimos libros: un volumen de ensayos (Personas) y una novela (Federico en su balcón).
Fuentes fue producto de un extraño caldo de cultivo. Una situación familiar envidiable lo preparó para ser un agudo observador y un testigo del siglo XX: hijo de un diplomático, pasó su infancia alejado de nuestro país: cursó la primaria en Chile y Argentina, pasó también largas temporadas en Washington, más tarde estudió en Suiza, vivió en Francia e Inglaterra. Además tuvo mucho contacto con Alfonso Reyes, quien no sólo le convenció de amarrar su vocación literaria, también le apadrinó. Esa mezcla dio como resultado el primer escritor profesional del México contemporáneo, es decir, el primero que podía darse el lujo de vivir de sus libros y para sus libros. No es entonces de extrañar que desde muy joven se haya convertido en un autor leído, discutido, admirado por algunos, odiado por otros.
Como ocurre con prácticamente todos aquellos quienes destacan en literatura, Fuentes se convirtió en una figura contra la cual las generaciones jóvenes se rebelaron: aunque no lo admitirían tan fácilmente, Fuentes es al mismo tiempo el ejemplo a seguir y el campeón con el que todos quisiéramos encerrarnos en el ring. Su carácter retador despierta con frecuencia tentaciones parricidas.
Aunque lo he escrito muchas otras veces, quiero insistir en cuál es el valor de la que, para mi gusto, es la mejor novela de don Carlos: La región más transparente. Se ha dicho ya que desplazó del campo a la ciudad el contexto en el que ocurren las historias. Suele agregarse que destruye el concepto de unidad en los hechos narrados y que es un sólido muestrario de los ambientes que construían la Ciudad de México en los años cincuenta.
Pero sería un exceso decir que una novela de quinientas cincuenta y cuatro páginas es memorable sólo por eso. El novelista recurre a las voces de personajes-tipo para que sea cada uno de éstos quien vomite la crónica de cómo halló su sitio en la confusa realidad: indígenas que se convierten en poderosos banqueros, herederos desprotegidos que terminan engrosando las filas de la burocracia, veteranas de la seducción son ahora profesionales en provocar lástima. Aquí cada quien busca su rincón y pronto aprende que no hay lugares fijos, ni siquiera en la historia. Un personaje puede echar por tierra afirmaciones que dos o tres páginas atrás, en otra voz, parecían incuestionables. En ese sentido hablamos de una novela que se opone al discurso oficial.
La región más transparente aparece como un caos opuesto a los discursos almidonados y blanqueados que presentan la historia como un muro parejo, impenetrable. Sabemos que si algo caduca rápido es la historia oficial: apenas se tira de un hilo, ésta se revela como una superposición de biografías autorizadas, un empalme de fotos conmemorativas donde los retratados levantan la cabeza y miran con dignidad hacia el futuro. La novela, en cambio, nos presenta en el espejo un caldo de mezquindades, rencores, traiciones, azar, sueños y conflictos donde el poder y la historia se improvisan. Palpitan en La región más transparente de 1958 los mismos debates que hoy ocupan la agenda nacional. Hay párrafos que podrían sacarse de los diarios de pasado mañana.
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