Hace unos días anduve rodando por la interestatal 35, que atraviesa Texas. Me impresionó el Instituto de las Culturas Texanas, en San Antonio, que se dedica a contar las historias de ese estado. Historias de inmigración, de los primeros cultivos, de pioneros, de cómo el territorio es un crisol de culturas que forjó una visión del mundo específica: la visión tejana.
De la carne seca al honky-tonk, de David Crockett a los Vaqueros de Dallas, los tejanos asumen su identidad con orgullo. "Texas bien podría ser un país", comenté. "Lo es --respondió mi padre, sin despegar la mirada de la biografía de John Adams--: si tomas en cuenta que en otra época se llamaba país a una región que tuviera unidad en su cultura y su economía".
El comentario me hizo mella. Si tenemos tanto en común, ¿por qué no mostramos el mismo interés en nuestra historia, nuestras costumbres, nuestros mitos? ¿Podría ser un nuestra región un país? La respuesta me llegó unos días después en el título de un libro que encontré en una tienda donde se juntan cuatro caminos: El País de La Laguna, de Sergio Antonio Corona Páez.
El libro es excelente: muy bien sustentado, ameno y preciso, aporta pistas para recordar por qué somos como somos y por qué nos decimos laguneros. Yo ignoraba, por ejemplo, que fue el presidente Benito Juárez quien decretó que el 5 de septiembre de 1864 Matamoros fuese elevado a la categoría de villa. Y tampoco sabía que cuando Torreón adquirió el rango de ciudad, el 15 de septiembre de 1807, lo hizo con ocasión del cumpleaños de entonces presidente, Porfirio Díaz.
El doctor Corona Páez, cronista de nuestra ciudad, apuesta por una visión de largo alcance y examina las raíces de la región desde el momento en que los jesuitas llegaron a establecerse. "Con la llegada de la cultura occidental dio principio una nueva era en la historia de la región, una nueva actitud del ser humano para relacionarse con su entorno (...) Para los aborígenes cazadores y recolectores, la tierra y el agua no eran medios de producción, sino bienes libres, sin ningún valor de cambio. No podían percibir valores, límites, fronteras, jurisdicciones ni significados que en su mundo cultural no existían. No podían imaginar que el agua sirviera para otra cosa sino para beber cada quien la que quisiera. Puesto que desconocían el uso de los metales, no tenían el menor interés en explorar yacimiento alguno. Adueñarse sistemáticamente de las aguas, de las tierras o de las formaciones geológicas argentíferas les habría parecido no solamente incomprensible, sino fútil".
Un acierto más del libro es que el doctor Corona sabe explicar en términos sencillos las implicaciones que tenían en la vida de la gente las decisiones políticas, administrativas, religiosas: "Una pareja podía casarse, adquirir una casa con su mobiliario, mantener una docena de hijos y multiplicar el patrimonio familiar por diez si contaba con una o dos pequeñas huertas vitivinícolas. La suerte ya no jugaba un papel tan definitivo cuando el trabajo mismo era percibido y empleado como factor generador de riqueza" señala en otro capítulo, al hablar de cómo se fue conformando la cultura del trabajo que nos caracteriza.
Libro certero que llega en el momento justo, El País de La Laguna apuntala nuestra identidad regional y nos explica cosas que vemos todos los días. "No es lo mismo historiar acontecimientos del pasado que culturas vivas y activas", advierte en las conclusiones. Así puedo entender por qué nuestro equipo se llama "Guerreros del Santos Laguna", por qué cada diciembre los matachines toman las calles, por qué hablamos como hablamos, por qué desayunamos gordas de asado. Cierro este comentario con una cita de la página 94: "Torreón es una ciudad nueva, aunque en muchos sentidos, su cultura no lo es. La inmigración extranjera reforzó algunos valores locales que ya existían, como el valor del trabajo como factor de riqueza, y, a su vez, tomó muchos elementos de la cultura regional y nacional hasta asimilarse". Una magnífico libro para comenzar el año.