Elogio de la pereza
La pereza no es más que el hábito de descansar antes de estar cansado.
Jules Renard
“El que se quedó, se quedó”, gritaba papá y había que saltar al coche en marcha o quedarse. Los abominables métodos de mi padre han sido retomados puntualmente por mí. Ahora la impaciente, la que se niega a esperar soy yo. El verano dura muy poco y este es el momento de dirigirme sola o acompañada a cualquier playa donde el calor impone otro ritmo, otra forma de ser y de estar en la vida. Con 34 grados de temperatura lo que el cuerpo pide es abandonarse a la contemplación y al gozo. Es claro que uno tiene que ganarse la vida en algún momento. Yo he encontrado la forma de hacerlo convenciendo a los demás de que me paguen por hacer un trabajo que me gusta tanto, que lo haría de todos modos aunque no me pagaran un centavo. Claro que eso no se lo digo a mis patrones.
Nada tengo contra la idea de ganar el pan, pero NO en agosto en que Cronos con sus agendas, sus vencimientos y sus apuros, ha de ceder su lugar a Kairós que es tiempo de ser y no de hacer. Tiempo y espacio para darle vuelo a nuestros pensamientos y deseos más íntimos. Tiempo de sosiego y serenidad para descubrir los tesoros del mundo, las almas hermosas, la gente interesante. Tiempo de ocio para que encontrándonos tranquilos y sin prisas, nuestra creatividad pueda manifestarse. Después de todo, la pereza ha sido el motor del progreso. Estoy convencida de que la rueda se inventó porque un perezoso no quería seguir caminando. De ahí deduzco que atrás de casi todos los elementos del confort, hubo alguien que echadote en la arena de una playa, imaginó cómo hacer para trabajar menos.
En el régimen de pereza veraniega que hoy les propongo para matar el tiempo antes de que él nos mate a nosotros, es justo y necesario consentir y alimentar al cuerpo (ese extenuado equipo de vivir fustigado todo el año por el reloj y el estrés) con buenas viandas y mucho descanso. Con masajes y cremas de concha nácar, baños de mar y largas siestas. Es recomendable también hacer el amor a deshoras: “Quiero volverte a querer / en un atardecer de inquietud tropical”. (¡Ay perdón!, se me fueron las cabras al monte.)
Entre los gozos que ofrece el verano, está el de tirarnos cualquier tarde panza arriba para asistir a la exquisita danza de las nubes, escuchar con atención el canto de los pájaros porque nunca será igual el del cenzontle que el del mirlo. Caminar por los alrededores para preguntarle a las flores su nombre y decirles el nuestro. Desde luego es fundamental olvidarnos de la televisión y dejar el teléfono celular en casa (recuerden que hace apenas unos años vivíamos muy bien sin él) para mirar y hablar con quienes de tanto tenerlos cerca han acabado por volverse transparentes. El que se quedó, se quedó -digo- y a pesar del explosivo coctel de emociones (culpa, enojo, frustración, compasión y ternura) que me provoca dejar en casa a mi esposito, sigo empacando.
Vacacionar sola es para mí una indulgencia plenaria. Las punzadas de culpa por abandonar al indefenso Querubín, quedan bien compensadas con mis placeres solitarios como acompañar con una jarra de fresquísimo clericot, la lectura de dos o tres libros nuevos que ya están en la maleta, asombrarme desde mi almohada con los incendiarios amaneceres, y cuando el sol se plante frente a mi ventana, volver a esperar lo inesperado. Algo, no sé bien qué pero siempre lo reconozco cuando aparece y entonces, con la ligereza que propician las vacaciones, me permito cualquier travesura. Terminado el verano volveré a cobijarme entre los brazos de mi terco e insobornable marido que se niega al ocio porque sólo piensa en el ‘neg-ocio’. Ni modo, el que se quedó se quedó, yo me voy.
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