L A firma de 22 Estados de la Unión Europea al Acuerdo Internacional Antifalsificación (ACTA) ha desatado oleadas de protestas en la red de usuarios y organizaciones sociales que buscan detener la intención de este tratado para normalizar la protección de los derechos de autor y normas de propiedad intelectual.
Las consecuencias que este acuerdo puede tener sobre los usuarios y proveedores de Internet atentan no sólo contra la libertad de expresión, sino contra el derecho a la privacidad. Este tratado ha sido sólo el principio de una serie de cadenas con las que se pretende regular el contenido y uso de Internet.
Afortunadamente a mediados del año pasado, el Senado en México solicitó al Ejecutivo que no lo suscribiera, bajo el argumento de que el contenido de ACTA podría violar garantías individuales y derechos humanos, además de vulnerar el derecho de presunción de inocencia. Así que llevamos ganada una batalla. Pero no se han apagado las intenciones por controlar el Internet. El fondo, la forma y las motivaciones son tan inconsistentes que sorprende la resonancia que ha tenido en el mundo la idea de contener el fluido intangible de información compartida, como si fuera un producto sólido.
Antonio Martínez Velázquez, uno de los activistas por un Internet libre que mejor entiende estos temas, dice: "cuando se entienda que Internet es más parecido a una estrella de mar a la que aunque se le mutile una pata, genera una nueva y sigue en movimiento y que no tiene cabeza, se acabarán los absurdos intentos por controlarlo". Insiste en que esta regulación representa una batalla cultural, porque se gesta en la percepción equivocada que concibe al Internet como una araña a la que se le pueden cortar las patas para impedir que camine.
Una de las constantes en las negociaciones de este tipo de leyes es que son dirigidas por agencias no gubernamentales e impulsadas por empresas que sostienen su base lucrativa en los derechos de autor y que ven en el Internet una amenaza contra el control de precios que ellos detentan.
Es incomprensible que en un país raquítico en términos de conexión a Internet, como el nuestro, el Instituto de la Propiedad Industrial o el senador Federico Dóring promuevan la regulación de un bien que debería ser impulsado como un derecho y asumido como un servicio garantizado por el Estado.
Óscar Mondragón, experto en competencia mediática, lamenta que la discusión legislativa tenga que desperdiciarse en trabar el acceso en lugar de potenciar su alcance. Asegura que con una inversión de 3 mil millones de dólares, se podría ofrecer Internet gratuito a todo el país. Se busca encadenar el líquido en vez de distribuirlo y garantizar su acceso. La única certeza que tenemos hasta ahora, es que por ser un bien etéreo, cualquier intención por controlarlo implicará un fracaso inevitable.