En el estacionamiento del aeropuerto de Damasco casi no hay coches y un taxista dice nostálgico mientras metemos nuestra ropa a su cajuela: "tú no sabes lo que era esto antes de la guerra, la gente inundaba las calles, no había dónde dejar el coche".
Una explosión no lo interrumpe. Se escucha cerca. Grande. De las que hacen vibrar el suelo.
-¿Y eso? -le pregunto.
-Bombas -me responde con gesto de resignación. Es todo el tiempo.
Debe ser. José Luis "El Choco" Valdivieso, productor, anotó que a las 16:28 cruzamos la puerta de la terminal y su teléfono marca las 16:35. "Y lo que nos falta", remata Gustavo Sánchez, camarógrafo, quien completa la terna de enviados especiales.
Dos horas antes, justo a las 14:30 horas del domingo empecé a sentir un hilito de miedo. Fue el instante en que el piloto de Egyptair habló desde la cabina en árabe, encendió la señal de abrocharse los cinturones y el avión comenzó a descender.
Es difícil superar la adicción de cubrir una guerra. Se desea intensamente todo el tiempo cuando se está lejos y empieza uno a preguntarse "¿qué carajos estoy haciendo aquí?" en el instante mismo en que pisa suelo de combate.
Bajar de la nave es entrar a territorio Bashar al Asad. En la sala de revisión de pasaportes del Aeropuerto Internacional de Damasco hay una imagen del presidente en cada columna que sostiene el techo, en todos los cubículos de Migración y hasta en la solapa de los uniformes de los agentes.
De perfil con la bandera atrás, con bigote, sin bigote, de frente y serio, tres/cuartos con sonrisa mínima, candoroso en cuclillas sembrando un arbolito, galán de Top Gun con lentes oscuros y un avión de guerra que le sirve de escenografía. Posters, fotos, calcomanías, "pines".
Las memoricé en lo que verificaban la autenticidad de nuestras visas de periodistas, analizaban los sellos de los países a los que hemos entrado y marcaban al Ministerio de Información para preguntar qué hacían con nosotros.
"Pueden ustedes pasar, pero sus dos cámaras y su equipo (micrófono, lámpara, baterías, tripié, chalecos antibalas) se van a quedar aquí hasta mañana", resume firme en inglés con acento árabe el supervisor de Aduanas.
En su pequeña oficina de burócrata -son casi iguales en cualquier lugar del mundo- hay una computadora, muchos papeles, cuatro tazas con mate de coca y en el rincón siete cajas con distintos modelos de helicópteros a control remoto de juguete que se ve que recién decomisaron. Son casi iguales en cualquier lugar del mundo.
Hay pocos vuelos a la capital de Siria y los que llegan están casi vacíos. Nadie quiere estar aquí, pero los habitantes pelean por mantener su vida normal entre los ruidos de bombas y ráfagas y misiles y cohetes y disparos que se escuchan -a veces más cerca, a veces más lejos- todo el día y toda la noche. Lleva veinte meses esta guerra civil que ha desafiado los límites de la brutalidad y ya toca las Puertas de Damasco.