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Envidiable

OPINIÓN

Envidiable

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Adela Celorio

Hasta Dios bostezaría sobre nuestras vidas si Satán no colaborase con su dosis de picante.

Fernando Savater

Siempre he reconocido que el solo pensamiento de la vida eterna entre pulcros ángeles y personas que accedieron al cielo por impecables, me parece francamente aburrido. Vivir entre seres humanos capaces de sentir tentaciones y caer en ellas, es mucho más seductor.

Para alguien que, como yo, ha vivido bajo la amenaza del pecado y del infierno, es una tranquilidad saber que hoy hasta Benedicto XVI reconoce que no existe más infierno que el fuego interior ahuyentando el sueño, cuando por alguna desmesura perdemos la paz. Pero ¿quién dijo que venimos a este mundo a ser mesurados y a mantener siempre las emociones bajo control? Seamos realistas, a lo más que podemos aspirar es a una mente abierta y un corazón sensible.

El Querubín y yo coincidimos en que el momento en que nos descubrimos pecaminosos viene de la infancia. Él porque envidiaba a sus vecinos que recibían juguetes el Día de Reyes. En cuanto aprendió a escribir puso una cartita en la maceta de la entrada de su casa. Queridos Santos Reyes, aunque soy un niño judío, me he portado muy bien y quiero un tren como el de mi amigo Jaimito. Por supuesto, ese año tampoco le dejaron nada. Ya me canso de explicarle que no le dejaban regalos porque la cartita no se pone en una maceta sino en el zapato.

Mis carencias de niña fueron de otro orden. Juguetes nunca me faltaron pero como es condición humana sentir que el pasto de enfrente es más verde, yo lo que quería eran los zapatos de tacón muñeca que le compraban a mi prima Lola. Fue por entonces cuando experimenté por primera vez la envidia. ¿O será que nací con el gen? Lola por su parte insistía en jugar con mi pianito. Tendríamos cinco o seis años y ya desanudábamos bien el problema: yo me ponía sus zapatos, ella tocaba mi piano y ambas jugábamos felices hasta que mamá ordenaba: “Quítate esos zapatos que no son tuyos y dile a tu prima que te devuelva el piano porque ya nos vamos”. “A los niños envidiosos los castiga Dios”, sentenciaba mi abuela sin saber que yo ya me estaba tatemando al fuego lento de la envidia, porque eso sí es verdad, el envidioso sufre más que el envidiado.

Por razones distintas, sigo envidiando a mi prima: ella es serena, amable y sonriente. Yo en cambio soy cada día más impaciente y jetona. Pero lo que se siente, se siente y ni modo, así estamos hechos los humanos, de emociones que sólo nos es permitido expresar espontáneamente en la primera infancia. Ponernos morados de un berrinche, arrebatar el dulce a otro niño o decirle a la tía Magda que no queremos darle un beso porque asusta de fea.

Al crecer, la espontaneidad queda restringida por la culpa. Para eso están los pecados capitales: la soberbia sin la cual todo se convierte en hipocresía. La gula tan sabrosa, la avaricia que mueve al mundo, o la ira que se siente al ver a un gordo seboso arrebatar el pan a un niño pobre. La lujuria sin la que muy pronto se extinguiría la humanidad. La pereza que es el mejor antídoto contra el mundo hiperactivo de hoy. Y por supuesto la envidia, tan vilipendiada y sin embargo cuando hablamos de algo muy bueno, decimos que es envidiable.

“Siento envidia de la buena” es un cliché muy socorrido. “Cometí actos inapropiados” dijo Clinton para justificar su incontrolada lujuria. ¿Acaso no sería más saludable aceptar nuestra condición humana y pecadora? El alma es rebelde. Si se le rebeló a Dios ¿cómo no se nos va a rebelar a los hombres?

Conste que esto no es una invitación a la desmesura, es sólo la aceptación de que si ni la hoja del árbol se mueve sin la voluntad de Dios, es voluntad de Dios que nuestras emociones vayan del blanco al rojo porque estamos aquí para tener una vida plena y no una vida plana.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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