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Si de algo podemos estar absolutamente seguros que algún día sucederá, es que vamos a morir. Nuestra vida terrena transcurre, irremisiblemente, entre el estrecho espacio que media entre el nacimiento y la muerte. Pero ¿Es la muerte el fin de nuestra existencia? ¿Somos simples fantasmas que un día aparecimos en la tierra y otro desaparecemos de ella? ¿La muerte es el regreso a la nada? ¿Si de la nada venimos y a la nada regresamos, ¿Para qué tanto afán? ¿por qué ese anhelo de dejar huella de nuestro paso por la tierra?

Escribir un libro, plantar un árbol, tener un hijo, son las recomendaciones populares para alcanzar la inmortalidad anhelada. Pero ¿En que me beneficia a mí que viva mi hijo y el hijo de mi hijo, que viva el árbol cien, doscientos o más años, que perdure el libro dos o tres siglos, si yo ya no soy ¿Qué le importa a la Cleopatra muerta y vuelta la nada, la Cleopatra que vive en los libros de historia?

El verdadero anhelo, el que vive en nuestro interior, es el de seguir viviendo, no en la memoria de algunos, no en un árbol, que nada sabe de mí; no en un libro, que se perderá en el anonimato más tarde o más temprano; no en una estatua de bronce, que algún día será derrumbada. El deseo real, el que vive incrustado en nuestro yo más íntimo, es el de seguir viviendo en el yo que nos da la identidad irrepetible, el de trascender en el tiempo sin dejar de ser yo. Pero, conscientes de nuestras limitaciones, sabemos que eso es imposible a nuestra naturaleza biológica. Es entonces cuando buscamos relacionarnos con Alguien que, siendo eterno, nos haga capaces de alcanzar la eternidad anhelada al unirnos a Él.

El hecho de que no se encuentre cultura alguna, por primitiva que sea, que no tenga sus dioses, lo hace evidente. Esta es la razón por la que algún filósofo llamó al ser humano “el buscador de Dios”.

La razón de la fe está, pues, en la naturaleza humana. El error de quienes piensan que creer en Dios está ligado a la ignorancia, al miedo a lo desconocido, o a un impulso del subconsciente para proyectar en la divinidad poderes que se desean para sí mismo, es no tomar en cuenta que creer en Dios nada tiene que ver con la inteligencia, sino con ese anhelo de eternidad que vive en el yo más íntimo del ser humano.

Ir a visitar a nuestros muertos a dejarles, en un altar, todo lo que les gustaba, es prueba de que creemos que están vivos, no solo en nuestra mente y corazón, sino en una realidad que, mientras vivamos en la tierra, nos será desconocida, pero la fe en la resurrección de Jesús encontramos los cristianos el aval del destino que nos espera al fin de nuestra vida terrena. De ahí la expresión de San Pablo: Muerte ¿Dónde está tu victoria?.

Doctor Rodolfo Campuzano

Ciudadano de Gómez Palacio

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