En 1962, hace medio siglo, Carlos Fuentes publicó La muerte de Artemio Cruz y Aura. En un año, nacían dos libros esenciales de la literatura mexicana del siglo XX escritos por el mismo autor que cuatro años antes había publicado La región más transparente. Tres libros clásicos que dieron nacimiento al inmenso personaje que fue su autor. Pocos escritores mexicanos tuvieron la ambición literaria, la ambición intelectual, la ambición política de Carlos Fuentes. Nadie juntó como él la inteligencia con la elegancia, la curiosidad con la elocuencia, la pasión por el lenguaje con el compromiso político, el temple aristocrático con los ideales socialdemócratas. Audacia de una escritura impetuosa, instintiva que muchos han descrito como una erupción volcánica. Desde muy joven, Fuentes adquirió la dimensión de clásico, la maldición del clásico. El escritor que rompía con el canon de la revolución y que imponía modernidad a nuestra literatura con un arrojo descomunal.
Muralista que captó los lenguajes de la Ciudad de México, sus calles, sus noches, sus fantasmas, su opulencia, su miseria en La región mas transparente. Moralista que retrató la tragedia del siglo XX mexicano como la traición a sus esperanzas. Historiador de la imaginación que entierra el principio de legitimidad de un régimen. Mientras se preguntaba sobre la muerte de la Revolución Mexicana, el novelista respondía narrando las últimas horas de Artemio Cruz. Y como contrapunto a los frescos monumentales, una novela brevísima donde se recargan los misterios de la vida y el amor. Un fresco, un obituario y un sueño inventaron el personaje que fue Carlos Fuentes, personaje magnético que secuestró al escritor Carlos Fuentes.
En la escritura no solamente buscó su identidad sino la de un país, la de un idioma. Su relación con el lenguaje fue tan física como intelectual. En su literatura hay un intento constante por avivar las palabras. No se dedicó a cuidar el español como si fuera una pieza delicada de museo; lo espoleaba con la esperanza de que el caballo dormido se desbocara. Alguna vez se describió como un boxeador del lenguaje. No quiero darle la mano a la palabra, le decía a Emmanuel Carballo; recibirla cortésmente, pedirle que tome asiento y conversar amablemente con ella. "Es necesario agarrarse a bofetadas con las palabras, destriparlas, sacarles el jugo, transformarlas continuamente para encontrar la expresión justa de la realidad. El idioma es incapaz, pasivamente aceptado, de otorgarla por sí mismo".
Pero el frenético boxeador de la máquina de escribir se transformó en diplomático de las letras. Un embajador que representaba a México en el mundo; un embajador que representaba al mundo en México. Fuentes siguió puntualmente la divisa de su maestro Alfonso Reyes: para ser provechosamente mexicanos es debido ser generosamente universales. Pero su misión diplomática era, efectivamente, de doble vía: nunca se cansó de decirle a los otros que ignorarnos era también empobrecerse.
Muchos estudiosos de la literatura de Fuentes coinciden en advertir el debilitamiento de su magia a lo largo de los años. El deslumbramiento que produjeron sus novelas de juventud es sólo comparable al silencio o la frialdad con el que se leyeron sus novelas y ensayos de madurez. Mi incomodidad, sin embargo, no proviene solamente del agotamiento del genio literario sino en la naturaleza de su presencia pública: el personaje que somete al creador. La fama que doblega a la escritura. A Fuentes, el intelectual, no podía leérsele como el ensayista de la cordialidad que fue Reyes. El lugar que la política ocupaba en su vida no le permitía ese tono amigable y doméstico. Dejó de ser el ensayista beligerante y polémico que un día fue en libros como Tiempo mexicano. Perdió el filo crítico, la contundencia del golpe, la emoción del debate, pero tal vez perdió algo más importante: cosas qué decir. Lanzaba con frecuencia invectivas a sus enemigos políticos, pero eran dardos inofensivos a blancos fáciles: la estupidez de Bush y la incultura de Peña Nieto. Siempre escribió con elocuencia, con gracia, inteligentemente; hilando lecturas, experiencias, datos. Estaba al tanto de todo y conocía a todo mundo. Pero sus ensayos, sus artículos periodísticos, sus conferencias transigían frecuentemente con el lugar común. La corrección política encontró en él a un aliado prestigioso: toda su autoridad literaria, al servicio de lo irrebatible. En algún momento, Fuentes dijo que Terra nostra era un libro que no buscaba lectores. "Cuando la escribí estaba absolutamente seguro de que nadie la iba a leer e incluso la hice con ese propósito". Escribir para no ser leído. El intelectual tampoco buscaba lectores: buscaba aplausos.
El escritor, sin embargo, se vengará muy pronto del personaje. Se olvidarán sus ofrendas al lugar común y brillarán sus novelas extraordinarias. En muerte, el escritor ganará la batalla.
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