Existe una historia de constantes y fenómenos que se repiten. Inercias, ciclos a los que el hombre está irremisiblemente condenado a volver; tradiciones que a lo largo del tiempo abrazamos, hacemos propias; referentes y banderas que fungen como faro, luz y guía, que sirven de hilo conductor y tomamos como ejemplo. En los anales de un tercer milenio convulso cuyo porvenir no hemos logrado descifrar y al cual en ocasiones nadie le adivinamos certezas, el ciudadano busca respuesta a dichas incógnitas en la figura de sus líderes. Sin importar cuán empoderado esté un individuo gracias a la revolución tecnológica e informativa que avanza a pasos agigantados, desdibuja fronteras e integra a sus habitantes a la aldea global del conocimiento; en el fondo necesitamos en quien creer, a quien admirar, abrazar causas y hacerlas propias, defenderlas a ultranza. Vivir en orfandad no es lo nuestro.
Cierto, la libertad no está a discusión ni es negociable, sin embargo tampoco es absoluta. Una sociedad no podría sobrevivir sin restricciones, orden, limitantes, contención. De la libertad a la anarquía existe un trecho muy corto, de ahí la importancia de los gobiernos y órganos rectores como contrapeso que regule la normatividad política y social de un país, las relaciones internacionales, la buena marcha de las instituciones e interacción entre todos los actores que la conforman. Titánica es la labor de un gobernante, gigantes los desafíos, enorme lo que de ellos esperamos. Quizá, y a partir de ello, que nuestra decepción resulte mayúscula cuando se ven impedidos a satisfacer la confianza y expectativas que toda una colectividad deposita en su figura.
Muchas son las voces que conforman un coro que no deja de preguntarse: ¿Dónde están los hombres y mujeres de antaño? ¿Por qué entre tantos miles de millones no hayamos ni un atisbo de Winston Churchill, de Mahatma Gandhi, de De Gaulle, Adenauer y Thatcher? ¿Fueron producto de la grandeza que sólo emana cuando las circunstancias son convulsas y tempestuosas? ¿Dónde busco a alguien que sea capaz de inspirarme como solía hacerlo Kennedy cuando hablaba de lo que de mí esperaba la patria? ¿Motivarme como lo hacía Martin Luther King al instarme a luchar por los derechos de las minorías? ¿Es acaso la mediocridad y la ausencia de verdaderos liderazgos el mal endémico que caracterizará al siglo veintiuno? ¿O más bien, es culpa nuestra por ser en exceso laxos y permisivos? ¿Apáticos y desinteresados? ¿Exigimos demasiado y terminamos arando en el desierto?
Tomemos el caso de España, tan en boga a últimas fechas. Menudo el chasco que se llevó la comunidad internacional al ser testigo de las imágenes de un monarca que de igual forma colecciona colmillos de elefantes, que mujeres y cuyo matrimonio es, como otros, una puesta en escena donde como bien dijo Manuel Alejandro: "Se nos murió el amor de tanto usarlo". ¿No se suponía que los Borbón ejemplifican todas y cada una de las virtudes celestiales? ¿Que los reyes y reinas están por encima de los juicios de la historia? ¿Que son más sabios y nobles y es el ignorante vulgo quien de ellos tiene tanto que aprender? Y es que los escándalos juancarlistas llegaron en el momento menos indicado. Apenas nos recuperábamos del susto y las secuelas psicológicas y emocionales que hacia 1992 implicó escuchar a Carlos de Inglaterra expresarle a Camila su deseo de "ser un tampón y vivir dentro de ella para siempre", y luego esto.
Y también el prostituido concepto de la democracia, que ante el yugo comunista de la segunda mitad del siglo pasado, supuestamente era la octava maravilla. Digamos que desde el año dos mil la puse en práctica y digamos también que así como que contento, no me tiene. Es que a uno lo confunden, querido lector. Hace doce años presencié a un gallardo varón de apellido Fox aplastar a decenas de "víboras, alimañas y tepocatas" al tiempo que insistía hasta el cansancio en la urgencia de sacarlas para siempre de Los Pinos, santo sanctuorum, donde habitan los Presidentes de México desde Lázaro Cárdenas hasta el actual y siempre adusto Felipe Calderón.
Bien pasado el tiempo, es de boca y viva voz del mismo personaje de donde llega la segunda conseja, quizá el sinsentido. Que seamos pragmáticos como él, que no le hace, que nada impedirá que dichas "víboras, alimañas y tepocatas" regresen al terruño que durante siete décadas habitaron, hicieron y deshicieron a sus anchas. En tanto, el santo varón de a caballo e incontinencia verbal por todos conocida, busca explicar que dichos especímenes no son tan malos como parecen, que han cambiado, que su retorno no supone ningún tipo de tragedia.
Bueno pues, así las cosas. Quesque la jornada del primero de julio sería padrísima y ejemplar, dijo el IFE. Y ahí te voy -por tercera vez y lleno de esperanza- a elegir de entre las cuatro opciones que teníamos -es menester señalar que al igual que yo, muchos otros se mostraron insatisfechos frente a las opciones ofrecidas en el menú- ¿El desenlace? Ganó la "tepocata" a la que con tanto ahínco se refería Vicente. ¿Es tan mala y diabólica como afirman? No lo creo, démosle el beneficio de la duda. ¿Me hace recordar a Churchill? Sí, en algo se parecen: Winston dominaba la lengua de Shakespeare. Aquí en el México tropical y surrealista, hacemos grandes esfuerzos por aprenderlo. Eso sí: con los títulos de los libros todavía batallamos…
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