Me pasó de nuevo. Recibí visitas de México, y sugerí a mis invitados moverse en bicicleta. Al principio me vieron raro, como indignados por la idea. ¿Por qué no pedir un taxi? ¿Por qué no movernos en coche? Para empezar, porque es más caro. Un taxi fácilmente puede costar $50 dólares, y estacionarte en el centro de Boston implica invertir $20 dólares por hora.
La contribución a la lucha contra el cambio climático es bienvenida y quemar las calorías no estorba, pero hay razones más egoístas y pragmáticas para preferir la bicicleta. La más sencilla fue la que cerró el trato: Si su objetivo es conocer y disfrutar la ciudad, no hay mejor manera que recorrerla caminando o pedaleando.
Algo pasa cuando te mueves a menor velocidad. Hay más tiempo para observar los detalles y para escuchar los sonidos, para apreciar las formas de los edificios y los rostros de las personas.
Pedaleamos de mi oficina al parque. Del parque al restaurante. Del restaurante al museo. Del museo a la tienda. De la tienda a su hotel. Ninguno de esos destinos fue tan memorable como el trayecto, y las mejores fotos de su viaje incluyen las bicicletas.
En total recorrieron 20 kilómetros y no se dieron cuenta. Ningún tramo demoró más de 10 minutos, ni implicó esfuerzo físico desmedido.
Les sorprendió llegar tan rápido a todos lados. Alguien los convenció de que el precio de usar la bicicleta es cansarse y perder tiempo. Sin embargo, quien comienza a moverse en bici pronto se da cuenta de sus ventajas. El ciclista no sufre del tráfico como los automovilistas. No tiene que dar vueltas a la cuadra hasta encontrar estacionamiento. No tiene que detenerse a cargar gasolina. No tiene que esperar varios verdes antes de poder cruzar una calle. Quienes usan la bici después de años de no hacerlo, sienten una especie de Epifanía: Descubren que la ciudad no es tan grande como parece.
Y es que el coche distorsiona nuestro sentido de la distancia. Hay tanta variabilidad en los tiempos de traslado, que dejamos de pensar en kilómetros y comenzamos a pensar en minutos. Va un ejemplo. El Paseo de los Insurgentes en la Ciudad de México, desde la UNAM hasta el Paseo de la Reforma, mide aproximadamente 10 kilómetros. Es posible recorrerlo de un lado al otro, pedaleando cómodamente, en poco más de 30 minutos. ¿Cuánto tiempo toma recorrerlo en auto? La respuesta correcta es "depende": Si es hora pico, si hay una manifestación, si hay estacionamiento garantizado, etc. Hay tanta incertidumbre, que la gente que se mueve en coche planifica sus trayectos en base al peor escenario. "Si vamos por Insurgentes tardaremos una hora".
Sospecho que muchos en México, quizá la mayoría, viven a distancia "pedaleable" de los destinos de su rutina diaria. Al menos en los Estados Unidos, donde las distancias tienden a ser mayores en promedio, el 27% de todos los viajes son menores a una milla (1.6 kms), y el 41% son menores a dos millas (3.2 kilómetros). Sin embargo, la gran mayoría de la gente prefiere moverse en coche cuando tiene la opción. Mis invitados ofrecieron una inagotable lista de razones. Pedalear es arriesgar el pellejo. Falta mucha infraestructura y cultura vial. Los automovilistas se sienten dueños de la calle. Llueve, o hace calor, o hace frío. Los más viejos no tienen al energía necesaria. Y así, continuaron con una larga lista de argumentos tremendamente válidos.
Si bien la bici no es para todos, ¿para qué construiría Berlín una red de 1,100 kilómetros de ciclopistas, o París un sistema con 20,000 bicicletas públicas? ¿O cómo explicar que el 15% de los ciclistas en Copenhague tengan más de 70 años? ¿Y cómo puede ser que las ciudades más seguras para las ciclistas sean las que tiene más ciclistas en las calles?
Todos sabemos que Ámsterdam es la meca del ciclismo urbano, pero no siempre fue así. Tras intentar emular a las ciudades norteamericanas en los cincuenta, y observar la caída en el número de peatones y ciclistas, sus autoridades tomaron la decisión de proteger la escala humana de la ciudad. De 1970 a la fecha, la proporción de viajes en bicicleta en Ámsterdam creció de 25 a 37% y aún continúa creciendo. No podemos atribuir este incremento a la cultura, a la historia o al clima. Algo están haciendo bien.
"Nuestra realidad es distinta", contestó mi amigo, y quizá lo sea. Sin embargo, las ciudades no son inmutables. Podemos adaptarlas y transformarlas. No deja de ser paradójico que al visitar una ciudad nos conformemos con llevarnos un par de fotos, cuando podríamos llevarnos una idea.
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