Corría el año de 1972 y se iba a jugar una edición del llamado "clásico de clásicos", América contra Guadalajara, en la cancha del estadio Azteca. Además de la rivalidad institucional existía la callejera, que quizá sea más enconada, ya que en todas las familias y en las diferentes colonias de las poblaciones del país, siempre encontrarás a un aficionado chiva y a su antagonista azulcrema.
Nuestro caso no era diferente ya que Eduardo mi hermano y yo profesábamos la fe rojiblanca y nuestros vecinos y amigos, los Nájera, eran americanistas porque su padre, don Pedro, había sido jugador estelar de ese equipo y fungía como preparador físico del mismo.
El caso es que nos pusimos de acuerdo para ir al Coloso de Santa Úrsula, y para ello encaminamos nuestros pasos a la colonia San Rafael, donde estaba ubicada la tienda de deportes propiedad de Enrique Borja, que era uno de los puntos de preventa del boletaje.
Ticket en mano, ese domingo nos dirigimos al inmueble que presentó un lleno hasta las azoteas. Mitad y mitad, la multitud arengaba con porras a sus favoritos. Todavía no llegaban las "barras bravas" a México, con sus cánticos majaderos y la pasión se desahogaba con el "siquitibun" y alguna que otra sabrosa mentada de madre.
¡Ay manito, aquello fue un constante sufrir! Los jugadores de amarillo surgían por todas partes, liderados por ese motor con patas llamado Carlos Reinoso, mientras que del lado del Rebaño, sumidos en la sorpresa, nuestros ídolos nomás los veían pasar.
El chileno enanete metió un tiro al ángulo y los de Coapa se iban adelante. El estadio era una sucursal del manicomio. Para la segunda mitad, Reinoso, como maldición, le manda el enésimo pase a profundidad a sus delanteros. La toma Enrique Borja y elude a Ignacio "Cuate" Calderón, quien le comete un penal. Trastabillando, el narigón llega a la pelota y tira al marco. El "Nene" López Zapiáin se barre pero no la alcanza. El grito era ensordecedor y el delirio crema francamente ardedor. Así terminó la contienda, 2-0 a favor del América.
Al final del encuentro, nos deshicimos de los molestos amigos y, aprovechando nuestro conocimiento de las "tripas" del estadio, bajamos a los vestidores. Obvio, nos colamos al de Chivas y grande fue nuestra sorpresa al ver a los jugadores relajados, muertos de risa y echando desmadre, actitud contrastante con el llanto y el dolor de la tribuna.
A partir de ahí, dejé de irle al chiverío.
En el juego del pasado sábado, los papeles se invirtieron, ya que los integrantes del ave parecieron no entender lo mucho que se juega en este tipo de partidos y los tapatíos salieron, sabiéndose inferiores, a morirse en la raya y a partirse el alma.
No quedó en la cancha más que… crema batida.
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