Déjeme contarle, amable lector, que el pasado domingo me trasladé, en compañía de mi esposa e hijos, así como nuestra amiga Julieta del Río, a los rumbos de la colonia Nochebuena, en la Ciudad de México. Ahí está enclavada la monumental plaza de toros "México" y el cartel prometía emociones a granel.
Julián López el "Juli" partiría plaza junto al matador aguascalentense Arturo Saldívar y al joven Diego Silveti, el más reciente exponente de una extraordinaria dinastía.
El coso de Insurgentes registró un llenazo, y al dirigirnos hacia la entrada pudimos percatarnos de que a la mayoría de la gente del toro le importa un comino la elegancia. Claro, el glamur está presente pero es excepcional y la belleza femenina hace que uno mueva la cabeza de derecha a izquierda, como perro en periférico, pese a los constantes pellizcos de mi distinguida consorte.
Total que nos instalamos en nuestros asientos, tan incómodos que una sesión de más de tres horas amenaza con dejar secuelas de parálisis en el espectador, pero bueno, ya estábamos ahí para disfrutar de la fiesta brava y su hermoso colorido.
Abrió plaza una señorita rejoneadora que nomás no le atinaba al lomo del burel, lo que le valió la rechifla del respetable, y luego la muy inocente dio una vuelta al ruedo montada en su brioso corcel y la cosieron a mentadas de madre. ¡Quién la manda, mija!
Empezó lo serio con el "Juli". ¡Ah cómo le festejan todo la bola de villamelones! Todo es olé y besos y abrazos para el español pero la verdad, es que ha toreado muy bien. El público exigió la oreja, haciendo que albeara la plaza de tanto pañuelo y el Juez de plaza, queriendo quedar bien, otorgó dos apéndices, lo que desde luego resultó exagerado y mereció la reprobación de los pocos conocedores que en el inmueble estábamos. ¡Ay, ajá!
Vino mi tocayo Saldívar y se arrimó como sólo lo hacen los valientes. Mostró alegría, recursos y ganas de triunfar y tras una estocada en todo lo alto, nuevamente los aficionados sacaron las pañoletas blancas. El tarado del Juez le concedió una oreja y ante la protesta generalizada, ya que comparada con la de Julián esta era una faena de igual o mejor hechura, dio su venia para el segundo trofeo.
Luego apareció el cachorro Diego Silveti, con la papeleta muy alta puesta por sus antecesores y para nada se achicó. El hijo del "Rey David" realizó la mejor faena de la tarde, con lances de milagrería y matando con poder. Ya los pañuelos estaban verdes de tanto moco y el Juez otorgó sin chistar los trofeos que empataban la tarde con los tres matadores.
Fue una corrida extraordinaria y ojalá no se les ocurra a los "geniales" asambleístas del DF abolir o prohibir esta hermosa tradición que es la fiesta brava.
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