Comparé, guardando las debidas proporciones, de época y obviamente de costumbres, el bochornoso episodio en que se ha visto envuelta la ahora convicta Florence Cassez, cuya sentencia se encuentra pendiente, con el caso de la griega apodada Friné, célebre más que por su belleza por los pormenores del enjuiciamiento al que fue sujeta. Esta última una hermosura que solía cortar el resuello de los hombres por la sensualidad que despertaba cuando paseaba por las calles de la acrópolis. La primera un primor de mujer, satisface deseos visuales, que ha seducido con sus grandes ojos a los mexicanos de cantina que suspiran por ella después de escanciar varias botellas de tequila. Friné (en español: sapo), que recibió ese cariñoso mote, de parte de sus padres, por su pequeño tamaño al nacer, de cuerpecito rechoncho, es un sobrenombre que de seguro constituía una antífrasis (figura gramatical que consiste en designar personas con voces que signifiquen lo contrario de lo que se debiera decir).
Ya crecida, en edad de merecer, cayó en el oficio más antiguo de la humanidad, la de cortesana. La envidia que corroe el alma de las menos favorecidas por la naturaleza las llevó a acusarla de impiedad, a causa de su continua comparación con la diosa Afrodita. Todo porque era la modelo ideal para representar a la diosa de amor, la fertilidad y la belleza. En y durante el juicio que se le instruyó la asesoró el orador Hipérides. Hubo el trámite del proceso y como el delito estaba debidamente comprobado, sabía el abogado de la cortesana, sería condenada. El delito era de lo más grave, por más que el defensor se estiraba los pocos pelos que tenía en la cabeza veía las caras de los arcontes (magistrados encargados de decidir si era o no culpable) con el ceño fruncido, en un silencio que no auguraba nada bueno, pensó en que su clienta apelara a los sentimientos de compasión del jurado, como último recurso, cada momento transcurrido sudaba copiosamente a mayor razón al recordar que Sócrates había sido sentenciado a muerte, no hacía mucho, bebiendo la cicuta, con base en un delito parecido.
Acababa Friné de demostrar que además de belleza poseía un cerebro que le había permitido hacerse de la mejor obra del escultor más brillante de su época llamado Praxiteles, de quien era amante y musa favorita. Ideó una estratagema, al desconocer cuál era la pieza más valiosa que el escultor prometía regalarle por sus servicios. Se valió Friné de un criado al que le dio instrucciones precisas para que durante una cena entrara despavorido gritando que el estudio del escultor se incendiaba. El artista que era un genio para esculpir obras de arte, ignorante de la trampa que su coima le había preparado, exclamó "Salvad mi Eros". Supo entonces la hetera, que no sabía de otro arte que el que le proporcionaba su cuerpo, cual era la obra que debería pedir. Debe decirse en honor a su memoria que en cuanto estuvo en su poder la estatua, obsequio de Praxiteles, decidió que fuera entregada a Tespias su ciudad natal.
Los griegos de esos días amaban por encima de cualquier virtud, las cosas bellas. No es extraño que hayan sucumbido ante los encantos de Friné. Era hetera o hetaira que quiere decir compañera. Los más importantes políticos, artistas y filósofos gozaban de sus servicios. Existían burdeles que incluían masajes, baños y comida de carácter afrodisiaco, incluyendo algunos establecimientos que para estimular la virilidad ofrecían testículos de asno salvaje (en la actualidad se ofrecen las "criadillas" de toros bravos que han muerto de una estocada en un ruedo). Las prostitutas de lujo eran una mezcla de compañera espiritual, poetisa, artista y mercancía sexual.
En fin, los arcontes permanecían sentados en sus escaños. Escuchaban los argumentos de Hipérides sin hacer el mayor caso, dispuestos a condenar a la acusada. El abogado recurrió desesperado al único recurso que le quedaba, por lo que apelando a los sentidos más que a la justicia, de un tirón despojó a la suripanta de su túnica dejando al descubierto sus atributos, consiguiendo conmover a los jueces quienes de manera unánime declararon su absolución.
Había logrado convencerlos que no se debía privar al mundo de tan tremenda beldad, digna de respeto y reverencia. ¡Ay! Florence, ¡ay! Florence.