Si toda elección es, de alguna manera, un referéndum, entonces los comicios del pasado domingo 1 de julio mostraron en Coahuila que un amplio sector del electorado de Coahuila no está de acuerdo con la forma de gobernar del Partido Revolucionario Institucional (PRI), controlado desde hace siete años en estas tierras por la familia Moreira.
Desde 2005, el grupo afín a esa familia ha ejercido un enorme poder no sólo al interior del partido, sino además en la mayoría de las estructuras políticas de la entidad. Desde la posición privilegiada de la gubernatura, los Moreira no habían hecho otra cosa que extender sus redes de influencia. A la vuelta de seis años rebasaron el Poder Ejecutivo estatal y el partido para alcanzar los ayuntamientos, el Congreso del Estado, los sindicatos (sobre todo el magisterial), organismos supuestamente autónomos (como el instituto electoral o el de acceso a la información y la comisión de derechos humanos) e, incluso, el Poder Judicial de la entidad.
Coahuila se convirtió en un ejemplo vivo de la creación de feudos en los estados, luego de que el PRI perdió la Presidencia de la República en 2000. Sin contrapesos ni rendición de cuentas, prácticamente nada se movía en Coahuila sin que el grupo de los Moreira tuviera algo que ver. Y este nivel de control se manifestó también en las elecciones. Desde 2008, los triunfos en las urnas del tricolor en Coahuila fueron contundentes. El carro completo era la constante. Diputaciones federales, locales, ayuntamientos y la renovación de la gubernatura. Parecía que nada podía detener a los Moreira. Humberto, el exgobernador, incluso aprovechó su cargo para catapultarse a la presidencia nacional del tricolor, en donde, no obstante, duró poco tiempo.
Pero junto a este extraordinario poder, vinieron los excesos. El endeudamiento irresponsable en el que incurrió la administración de Humberto Moreira y el consecuente escándalo que aún no termina por esclarecerse, aunado a la descomposición de las instituciones encargadas de la seguridad y la procuración de justicia, cobraron la factura el pasado 1 de julio. Luego de que el actual gobernador Rubén Moreira obtuvo en 2011 un triunfo abrumador con 721 mil votos, en 2012 el candidato del PRI a la Presidencia de la República, Enrique Peña Nieto, apenas consiguió alrededor de 467 mil votos, incluso menos que los que consiguió Humberto Moreira al ganar la gubernatura en 2005.
Pero como partido, el tricolor perdió en un año más de 300 mil votos en Coahuila y con ello las diputaciones federales de las tres ciudades principales de Coahuila y las dos senadurías de mayoría relativa. Esta estrepitosa caída sólo puede entenderse como un voto de castigo de un electorado harto de la discrecionalidad, soberbia y el abuso con el que se ha conducido el PRI en el estado, de la mano de la familia Moreira. Es de suponerse que, cuando los priistas a nivel nacional se sienten con Enrique Peña Nieto, virtual presidente electo, a revisar los resultados de la elección y las promesas de los gobernadores en cuanto a votos, los Moreira quedarán muy mal parados. Podría decirse que este es el inicio del fin de su señorío en Coahuila.
A pesar de que hasta ahora no han sido castigados legalmente los responsables de la exorbitante deuda y de la creciente inseguridad y corrupción que tienen sumido al estado en una de sus peores crisis económicas y sociales, en términos políticos, afortunadamente, los ciudadanos lograron propinar un sonoro descalabro a esa familia que tan irresponsablemente ha gobernado la entidad. Ojalá que esto siente un precedente y que trascienda la coyuntura electoral para evitar que este tipo de abusos se repitan.