No se puede pedir un marco más ideal que la florida exuberancia de mayo. A los hijos les toca el coheterío, los mariachis, y los más sentidos poemas. Se me ocurre por ejemplo aquel que dice: Mamá, soy Paquito, no harée travesuras… o el Nocturno a Rosario, tan edípico que entre otras linduras le dice a la amada: los dos una sola alma/ los dos un solo pecho/ y en medio de nosotros/ mi madre como un Dios.
En los grandes almacenes, teatros cines y restaurantes, las cajas registradoras harán su agosto en mayo, y en toda casa que se respete se festejará a las madrecitas como Dios manda porque el sublime diez de mayo es la madre de todas las celebraciones. La gran fiesta de las "cabecitas blancas", el día en que todo mundo necesita una madre para arrojarse a sus brazos, y pobre de quien no la tiene porque al menos durante veinticuatro horas sentirá más cruelmente su orfandad.
Con madre, hijos y hasta cosijos, yo disfruto el festejo y especialmente los regalos, aunque dependiente del reloj, ansiosa, regañona y siempre rebasada por los quehaceres, mi imagen desmerece ante la plétora de calificativos que nos atribuyen como sinónimo de protección, apoyo, solidaridad, amor, unión, hogar, bienestar, refugio seguro en este despiadado mundo. Todo es poesía y amor filial.
Parece que ya nadie recuerda y si recuerda no le importa, que la idea de dedicar un día a festejar a las madres (promovida en 1922 por el periodista Rafael Alducin del periódico Excelsior) prosperó porque tocar la fibra más sensible de nuestra alma nos obliga a consumir. A comprar un obsequio, digamos que una compensación a nuestras madres por sus "sacrificios".
El señor Alducín difícilmente pudo imaginar que estaba instituyendo la convención social más sagrada de los mexicanos, el lugar común más socorrido de nuestro vocabulario: Mi madre, ¡tu madre!, nuestras madres, ¡me vale madre!, a toda madre, no tiene madre, se lo madrearon y se desmadró.
¿Cómo podía imaginar que estaba instituyendo un día en que sin distinción, todas pasamos a ser acreedoras de reconocimiento por esforzadas, incondicionales, y desde luego madres amorosas. ¿Cómo si no? Pues NO.
No, porque no es lo mismo ser madre Gaviota que madre pobre. Madre magistrada, que madre iletrada. Madre casada que madre soltera… "Y sin embargo lo que iguala a todas las mujeres, en todos los momentos de la historia y en cualquier parte del planeta, ricas o pobres, jóvenes o viejas, sanas o enfermas, musulmanas o católicas, judías o budistas, es que todas estamos destinadas a lo mismo: al matrimonio y a ocuparnos del hogar y de los hijos" afirma Sara Sefchovich. Y sí, estamos destinadas a lo mismo, pero desde diferentes circunstancias, unas más facilitas que otras.
Hay que reconocer además que como seres humanos que somos, en nuestro materno corazón se alberga todo lo bueno y lo malo que existe en el menú de los comportamientos y emociones. Ser depositarias del misterio de dar vida no es ningún mérito personal del que podamos ufanarnos, ni nos hace merecedoras de reconocimiento. En todo caso es el modo -no siempre afortunado- en que nos comportamos con nuestros hijos. La forma en que realizamos la delicada y compleja misión de criar y educar, lo que nos hace admirables… o abominables. Según mis hijos, excepto el diez de mayo, el resto del año soy abominable.
Admirables las esforzadas mujeres que sin perder la sonrisa trabajan de sol a sol para "sacar adelante" a sus chiquitos. Admirables quienes después de una pesada carga de trabajo en la calle, enfrentan otra más pesada dentro de casa sin neurotizarse. ¿Cómo le harán?
Aquí viene a cuento una vieja anécdota que ilustra bien lo que ocurre a las madres cuando el exceso de trabajo nos abruma: ¿Qué es una sirvienta? Le preguntaron a un niño en el kínder, y éste respondió: una señora que viene a limpiar la casa y que cuando no viene mi mamá me pega.
Admirable mi amiga Boruca que sin show y sin publicidad, adoptó dos chiquitos con síndrome de Down. Admirables quienes con su ejemplo forman en sus hijos un alma sensible y hermosa. Admirables quienes abren las manos para que una vez crecidos, sus vástagos vuelen en libertad. Abominables las madres vampiros, las acreedoras eternas de los hijos. Las que ven en ellos una cuenta de ahorros en la que invierten cada sacrificio, cada desvelo, para llegado el momento cobrarla con altísimos intereses.
Abominables las madres controladoras y las manipuladoras porque pues ni modo, habemos de todo en la viña del Señor. Es por eso que resulta lindo saber que al menos una vez al año, esos jueces implacables que son nuestros hijos, se olvidan de nuestros defectos y nos coronan reinas, aunque sólo sea por un día.
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