La muerte ha estado rondando este último año. Ocho meses de distancia no me han permitido superar el fallecimiento de mi padre. Pero además he tenido otras muertes cercanas.
Ayer me entero con tristeza del fallecimiento del doctor Fernando Ortiz Monasterio, una de las grandes eminencias de nuestro país, pionero generoso y brillante de la cirugía plástica en México. Me embarga además la tristeza al enterarme de la muerte de don Francisco R. Calderón, economista e historiador de maravillosa inteligencia y enorme sentido del humor a quien conocí hace muchos años como director del Consejo Coordinador Empresarial y de quien me enteré, mucho después, que era padre de mi muy querido caricaturista favorito, Paco Calderón.
Quizá sea que ya tengo esa edad que me hace escuchar los pasos de la Flaca en la azotea, pero el hecho es que cada vez pienso más en la muerte. No estoy solo en ello. Durante milenios la muerte ha sido una de las preocupaciones, cuando no obsesión, del ser humano. En culturas antiguas tan distintas como la egipcia y la mexica, la muerte dominaba buena parte de la vida cotidiana.
Uno podría suponer que quienes tienen fe en Dios y en el más allá no se angustian tanto ante la muerte, pero hay indicios de que esto no es cierto. Muchas personas religiosas, no sólo cristianas sino musulmanes y de otras religiones, se angustian enormemente ante la muerte a pesar de que supuestamente están convencidas de que este trance no es más que un paso a una vida mejor. De la misma manera me ha tocado ver muertes apacibles de ateos y agnósticos que parecen satisfechos de saber que la vida está por terminar y la nada se aproxima.
La verdad es que los humanos no tenemos forma de saber si algo nos espera después de la muerte. Ni siquiera la fe proporciona certeza. La muerte es el gran misterio de la vida.
Mi impresión es que el destino más lógico al morir es la pérdida de la conciencia individual. Es cierto que la energía ni se crea ni se destruye, pero hay transformaciones que desembocan en la nada.
Corre uno siempre el riesgo, sin embargo, de terminar tocando el arpa durante una eternidad con unos ángeles alados y con la Beatriz de Dante (Allighieri, por supuesto, no Delgado), o de sufrir unos ardientes baños de lumbre con unos diablos armados de tridentes que gozan con picarle a uno el cuerpo. El mismo riesgo se corre de encontrar a las puertas del paraíso a un ángel que, cuaderno en mano y en presencia de Alá, nos exige saber cuántos infieles matamos antes de decidir si hemos ganado el privilegio de disfrutar a 72 vírgenes en el paraíso.
No me hago ilusiones. Si Dios existe es infinito y por definición los finitos seres humanos no podemos explicarlo o comprender sus designios. El miedo a lo desconocido o a la nada nos ha hecho inventar mil explicaciones de lo que ocurrirá una vez que nuestro cuerpo deje de funcionar.
La preocupación que desde tiempo inmemorial siente el ser humano ante la muerte es, sin embargo, una de nuestras características más distintivas. El perro olfatea el cuerpo sin vida de su amo, pero no entiende realmente por qué no se mueve ni sabe que nunca más volverá a jugar con él. El ser humano, en cambio, sabe que ese cuerpo se quedará sin vida aunque no sepa realmente a dónde se ha escapado esa vida.
Es el conocimiento el que nos pone tristes, el que nos hace saber que el padre con el que jugamos cuando niños nunca estará ya con nosotros. Pero es el conocimiento también el que nos hace humanos.
AGRESIONES
¿La causa más común de muerte entre hombres jóvenes de 15 a 29 años en México? Según el Inegi, las agresiones, que causan el 32.3 por ciento de las defunciones en ese grupo de edad. ¿La segunda causa? Los accidentes de transporte, con el 16 por ciento. En las mujeres de 15 a 29 años son los accidentes la primera causa, con 11.3 por ciento, y las agresiones la segunda, con 10.7.
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