"Un teatro no es más que un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso", escribe Cortázar en "Instrucciones para John Howell", cuento que dedicó al director Peter Brook. El espacio teatral propone una realidad alterna en la que el propio autor se asombra de la vida que cobra un texto.
Escribo esto a propósito del reestreno de mi obra El filósofo declara, en el Foro Shakespeare de la colonia Condesa. Durante el proceso de escritura pensé que estaba ante un fenómeno íntimo, una intriga de cámara que acaso no contaría con otro espectador que yo mismo. Crecí entre filósofos y escuché largas conversaciones estrafalarias, no sólo para un niño sino para la mayoría de las personas. Cuando le preguntaba a mi padre en qué consistía su trabajo, respondía: "Un filósofo busca el sentido de la vida". En el colegio me costaba trabajo convencer a mis amigos de que mi padre no era un golfo (así era como los hijos de abogados, aviadores, ingenieros y otras tangibles profesiones interpretaban que alguien buscara "el sentido de la vida").
Toda infancia está rodeada de palabras incomprensibles. En cierta casa, los niños oyen hablar de Stratus y Suburban; en otra, de Armani y Bulgari, sin que esos nombres eufónicos expliquen la realidad. Poco a poco, puede asociar apellidos con valores. La nobleza se llamaba "Gaos", la inteligencia "Wittgenstein", los enredos "Kant". Oía esas claves del mundo adulto como si fuesen armas de distintos calibres. Detrás de ellas, había pleitos, emociones, amoríos, envidias, emociones convulsas disfrazadas de razón.
Desde que empecé a escribir, pensé en recuperar ese ambiente. Los filósofos vistos de fuera, con la irónica atención de quien crece entre ellos y los quiere sin entenderlos del todo.
El filósofo declara no es una obra autobiográfica. Sin embargo, si uno imagina a un niño de seis años en el escenario sabrá qué atmósfera me resulta familiar.
Una de las cosas que más me atraen de los hombres brillantes es su original manera de ser imbéciles. Pocos efectos resultan tan cómicos como el idiotismo de la inteligencia, una mente lúcida vencida por la exasperación y la neurosis. Ese es el tono de mi obra. Dos filósofos se encuentran por última vez y se someten a un ajuste de cuentas. Durante décadas han sido en forma alterna amigos y enemigos; trabajaron en aras de la razón pero tuvieron que pactar con las impurezas de la vida. En su duelo final los argumentos son devorados por las emociones. Uno de ellos concibe la muerte perfecta para un filósofo, un crimen sin culpable: "asesinato por argumentación".
Pensé que esta dialéctica de la neurastenia sería una diversión minoritaria. Cuando Antonio Castro se interesó en dirigirla en el teatro Santa Catarina de la UNAM, le dije que jamás llenaríamos un sitio con ochenta asientos y propuse que nos mudáramos a una cripta más pequeña. Con una confianza que sólo podía venir de su inventiva, Antonio prometió llenar la sala: "Piensa que es del tamaño de un salón de la UNAM", dijo para tranquilizarme.
Las actuaciones de Arturo Ríos, Pilar Ixquic Mata, Emilio Echevarría, Édgar Parra, Fabiana Perzabal (en la primera fase) y Sophie Alexander-Katz (en la segunda) disolvieron las dudas. Una noche, el director y dramaturgo argentino Javier Daulte compró el último boleto que quedaba en la taquilla. Me propuso llevar la obra a Buenos Aires, con algunas modificaciones, como la relación de los intelectuales con el poder (en Argentina ha habido más represión que subsidios). En su opinión, la obra era comercial. Recordé la película Hollywood Ending, en la que Woody Allen representa a un director que se está quedando ciego. Para que no lo corran de la filmación, contrata a un camarógrafo que sólo habla chino y no puede denunciarlo. La película sale espantosa. "¡Parece la obra de un ciego!", exclama el productor. El estreno es un fracaso. Luego el film se presenta en Francia y la crítica elogia que el director se desprenda de la tiranía de enfocar y exprese creativas manchas en las pantalla. "¡Gracias a Dios que existen los franceses!", exclama Woody Allen.
La aceptación es un malentendido. Fue lo que pensé cuando la obra se estrenó en la calle Corrientes de Buenos Aires, bajo el título de Filosofía de vida.
Para un escritor siempre será enigmático entender por qué un texto conecta con el público. En el caso del teatro hay explicaciones auxiliares. No todo depende de la dramaturgia. Los parlamentos son el punto de partida; el desarrollo queda en manos de los actores, el director, el escenógrafo.
No es una paradoja menor que ese conjunto de habilidades ajenas otorgue genuina vida un texto. Es el reiterado milagro que Antonio Castro y los cinco actores lograron en la reposición de El filósofo declara. Una extravagante y veraz ilusión, "un pacto con el absurdo, su ejercicio eficaz y lujoso".