U Na de estas noches oscuras, como debió ser el universo en sus principios, me sorprendí por encontrar, como un Ptolomeo actual, brillantes estrellas, vistas desde la puerta de mi casa. Como los antiguos argonautas que buscaban el vellocino de oro conducidos por Jasón seguían las rutas que les mostraba la constelación de Orión. Ya desde la obra cumbre de habla hispana, don Quijote de la Mancha, Sancho Panza refería que había volado en la región celestial de las siete cabrillas, montado en Clavileño, nombre del caballo de madera con el que unos duques le gastan una broma a don Quijote y a su fiel acompañante a quienes previamente les cubrieron los ojos, móviendoles convenientemente el apinochado corcel, haciéndoles imaginar que habían llegado a las Pléyades. Me maravillé al poder admirar la galaxia de Andrómeda. Recordé que hay la teoría de Andrómeda y nuestra Vía Láctea en algún momento, dada su atracción gravitatoria, chocarán irremediablemente dando paso a la formación de un quasar. La Tierra desaparecerá, los únicos que continuarán serán las casas de empeño que seguirán proliferando, casi de puerta en puerta, así se acabe el mundo.
Pero no hay de qué angustiarse. La colisión ocurrirá un día dentro de 3,000 millones de años, lo que aún se ignora es si será por la tarde o por la mañana. En eso estaba cuando veo aproximarse, rompiendo a su paso las densas tinieblas que me rodeaban, casi a la velocidad de la luz, cuerpos celestes que antes de perderse a la distancia dejaban una cauda de gases que despedían como cometas después de una noche loca. Eran chafiretes de camiones que periódicamente aparecen según Edmund Halley que señaló el lapso en que dan una ronda completa, o sea, como quien dice: de Campo Alianza a Magisterio, ida y vuelta. Mientras, las sombras se aferraban con mayor intensidad a mi calle dando la impresión de que estaba en el Torreón de los años cuarenta cuando los árboles tomaban la forma de fantasmas que amenazaban con acabar a los ingenuos torreonenses de aquellos días, noches en que no había más alumbrado que un triste foco en medio del cruce de calles cuya luz iluminaba sólo la parte inferior cuyo resplandor era igual al que daría una vela fiada, de las que había en los estantes de las tienditas de abarrotes del ahora derrumbado Mercado Villa.
Aún conservaba la calma, que no duró mucho. El cielo se escondía tras nubosidades que barruntaban tormenta, no servía el faro que durante siglos reguló el tránsito de las embarcaciones, amenazaba el firmamento con arrojar sus aguas sobre la ciudad. A lo lejos casi a unos cien metros, verdes luces provocaban la idea, a los ya alucinados habitantes de esa cuadra, de que eran naves espaciales de otro planeta volando a ras de tierra. Luces que en un abrir y cerrar de ojos se volvían amarillas para luego terminar en color rojo. Los vecinos estaríamos acorralados, pensé. Seríamos atrapados para estudio como el laboratorista coloca debajo de la lente de un microscopio un bicho. Transportados posteriormente a las Pléyades donde recibiríamos abducciones alienígenas. ¡Oh, desilusión! A la mañana siguiente todo volvió a la realidad, como era de esperarse después del desquicio causado por la oscuridad. Como final feliz hubo una lluvia de meteoritos que produciendo un ruido ensordecedor tronaban como chinampinas volcadas en un comal con aceite hirviendo.
He de dar las gracias a quienes nos han tenido sumidos en la oscuridad por más de una semana pues a querer o no, la negrura dio lugar a que se desatara en cascada el recuerdo del Torreón antiguo.
Pido comprensión por hacerles perder el tiempo con las barrabasadas que aquí se han narrado, pero no es otra cosa que una manera de llamar la atención contra la injusticia de tener a mis vecinos, durante días, sumidos en las oscuras mazmorras donde tuvieron encerrado, según la novela de Alejandro Dumas, al hombre de la máscara de hierro.
En un frío calabozo fue confinado el misterioso personaje. Unas noches heladas en que entumecidos empezamos a fantasear, tendría razón el filósofo Voltaire, quien estuvo preso y escuchó el testimonio de otros presos que hablaban de la existencia del misterioso personaje a quien se identifica con el hermano gemelo del Rey Luis XIV; ¿verdad o ficción? ¿La vida plantea la misma disyuntiva?