La simpleza de la verdad
Una de las cuestiones en que más nos equivocamos en torno a las relaciones interpersonales, consiste en pensar que nos mentimos unos a otros con mucha frecuencia. Lo creemos tanto, que he llegado a pensar que se trata de una creencia más afianzada en la costumbre que en una sólida convicción.
Probablemente porque se trate de una creencia prendida de alfileres de la rutina, no hemos visto a la mentira como un vicio detestable; incluso mimamos a las mentiras pequeñas, cuando nos referimos a ellas como ‘mentiras piadosas’.
He llegado a pensar que los vicios más repugnantes se derivan siempre de la lucha por la supervivencia en la larga evolución humana. Por ejemplo el robo, el asesinato, la codicia, el rapto de mujeres, se fueron presentando a lo largo de los siglos cuando no había autoridad alguna, excepto el jefe de pequeñas tribus.
Nuestros antepasados de hace cientos de miles de años practicaban estos vicios, muchas veces como una manera de sobrevivir y de querer transmitir sus genes. Si en una pequeña tribu los hombres morían en la lucha contra las fieras salvajes, se raptaba a las mujeres sin la menor consideración. Otras veces un hombre mataba a otro a fin de expulsarlo de cierto territorio donde la caza de animales era más abundante.
Todos esos vicios son injustificables a la luz de la razón y la moral, pero la difícil lucha por sobrevivir causaba que se impusiera la ley del más fuerte.
En cambio, la mentira nunca llegó a ser un instrumento indispensable en la búsqueda de la supervivencia. No está impresa en nuestro código genético, sino que hemos adquirido esa debilidad en los últimos cuatro o 5,000 años.
Por estas razones, en la vida cotidiana de cada uno de nosotros, si examinamos bien nuestro comportamiento nos daremos cuenta de que rara vez mentimos. La violencia física, el rapto de mujeres, están marcados en el genoma humano, pero no así la mentira.
Y no mentimos en atención a prohibiciones morales o religiosas, sino a un hecho muy simple: mentir le resulta muy complicado a nuestro cerebro, pues para sostener una mentira hay que crear otras, y éstas a su vez necesitan de más engaños para sostenerse. Esto nunca le ha convenido al cerebro, que trata de simplificarlo todo.
Si nos fijamos bien, nadie le dice a otro que es un asesino, un raptor de mujeres o un ladrón. En cambio, sí nos atrevemos a decir “eres un mentirosillo”. El primer requisito con que debe contar un mentiroso es gozar de una excelente memoria, a fin de recordar cuál fue su engaño en todo su contenido. Además mentir con eficacia requiere de astucia y de una buena dosis de cinismo, para que la sangre no pinte de rojo la cara.
Toda persona que miente lo hace con el propósito de obtener un beneficio o de evitar un castigo. Por lo general se engaña para conseguir una ventaja. Pero el ser humano no se ha dado cuenta de que es mucho más sencillo pedir algo, decir las cosas como son, apoyándose en sus derechos o en sus deseos, que emprender un golpe de astucia para mentir y después inventar más falsedades que sostengan las anteriores. No somos conscientes de que pedimos o exigimos porque nos es más fácil para conseguir lo que queremos, pero al final de cuentas esta buena costumbre es la que siempre seguimos.
Lo importante es educar a los hijos con tal naturalidad, que les parezca mejor y más simple decir la verdad. Un niño empieza a mentir cuando siente que en su hogar la situación familiar es complicada. Cuando observa que la mejor manera de vencer esa dificultad es la mentira, hará de ésta un medio permanente y mentirá de manera fría y cínica.
Debemos confiar más en nuestro trato cotidiano, pues rara vez se nos mentirá de manera dolosa a no ser que se trate de estafadores profesionales, que los hay, por desgracia.
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