Llanuras de incertidumbre
Día 3. Había un interminable mar de arena frente a nuestros ojos, los pies ardían a cada paso. A lo lejos una diminuta y frágil casita soportaba las tolvaneras. Caminamos por dos días soportando el sol a plomo de día y un viento frío por las noches. Fui enviado por la Real Orden en España y estaba feliz de ser acompañado por Leonardo, uno de mis mejores amigos. La tarea no era sencilla y el camino en sí representaba una prueba para templar mi carácter y prepararme a lo que venía: debía erradicar el gusto por lo pagano en esta tierra sagrada. Hace un año llegamos a las costas de la Nueva España, al puerto de la Verdadera Cruz. Ahora recorremos el camino de Tierra Adentro en el norte. Armado con mis libros, empuñando una cruz de madera que pende de mi cuello y con este humilde diario en el que escribo.
Llegamos hasta la casita hecha con pieles de animales, tensadas por delgadas ramas de mezquites. De ésta salió un hombre de baja estatura y piel morena, de origen indígena; era del sur y había aprendido unas cuantas palabras en castellano. Él sería el guía como lo había sido con otros misioneros. Como su nombre resultaba impronunciable, Leonardo y yo le llamamos Nipé. Sin más cordialidades que un saludo continuamos nuestro camino. Al poco tiempo vimos el río, brillando a lo lejos como una colosal serpiente de espejos bajo el infernal sol, abriéndose paso entre la abrasadora arena en un hipnótico espectáculo natural. Dentro del río una tribu de hombres pez, con el agua hasta la cintura, sostenían canastas con forma de un gran panal. Suspendieron sus labores al notar nuestra presencia y uno de ellos salió del agua. Era un hombre moreno, de figura atlética, con una mano blanca pintada en la cara; su pelo en gruesas trenzas llegaba hasta los hombros. Sostenía una lanza con punta de piedra en una mano y en la otra llevaba una de las canastas para pescar. Gritó algo en la lengua que desconocíamos y Leonardo retiró el seguro de su pistola. Le advertí que no sacara el arma; era obvio que no tendríamos oportunidad. Son laguneros... Irritilas dijo Nipé. Nos veían desde el agua en silencio. Las mujeres llevaban los pechos desnudos. Algunos vestían pieles de animales y plumas en el cabello. Vi largas trenzas por aquí y caras pintadas por allá; dibujos de aves, venados y coyotes en sus espaldas y hombros, así como agujas negras atravesando sus oídos.
Nipé dijo algo y el hombre de la lanza nos analizó de pies a cabeza. Con su lanza tocó la cruz que colgaba de mi cuello y en ese momento pensé que respirábamos nuestros últimos instantes. Leonardo alzó la mano con el arma y el hombre clavó sus ojos en él, con la fiereza que tienen los ojos de un león. ¡Ashté, ashté! gritó Nipé, señalando la cruz en mi cuello y yo comencé a sudar. El sujeto bajó la lanza y se acercó a mí, tocó con su mano mi cruz y recuerdo que dijo lo siguiente: ¡Ashté, asthé! ¡Be mu! Sus dientes amarillos enmarcaron una inesperada sonrisa y las personas en el río soltaron una carcajada. Dice que son religiosos y su dios es de madera interpretó Nipé.
Día 5. Los hombres pez nos han aceptado con gran amabilidad, gracias a la intervención de Nipé. De no ser por él tal vez estaríamos colgando de un flaco árbol al sol. Hasta hoy les he visto comer sólo pescado y algunas hierbas del suelo. Pasan todo el día dentro del agua atrapando peces con sus canastas. Nipé ha pedido permiso al líder para hablar de nuestro Dios con la tribu y él accedió sin condiciones. Pareciera que estas personas no tienen noción del mal. Aunque me resulta difícil creerlo, no desconfían de nosotros.
Día 7. Nos han enseñado a usar sus nasas y yo les he enseñado las bases de nuestra religión. Les conté cómo un hombre dio su vida por nosotros en la cruz, para salvarlos. Ayer les mostré cómo es el cuerpo de Cristo. Un niño probó una hostia y me pidió más, vinieron otros y no dejaban de pedirme, luego las madres y los padres comieron las que quedaron y así desaparecieron todas las que traje conmigo, pero estoy seguro de que el Señor entenderá la situación.
Día 8. Este día he hablado con el líder, le hemos nombrado Nazas. Nunca pierde la postura dura y alerta que demanda el dirigente de una tribu, pero en el fondo es un niño. Es confiado y curioso; repite algunas palabras que decimos de vez en cuando. Sin embargo, debe ser un temible guerrero. Esta noche habrá una gran celebración, somos muy afortunados de estar invitados. Hemos traído la palabra de Dios y enseñado un poco de los ritos de la Iglesia, ahora ellos nos mostrarán parte de los suyos. Justo ahora me preparo para ir a la celebración.
Día 9. Hubo un imponente pero fugaz atardecer, seguido por profunda oscuridad y enormes estrellas. Caminamos con Nipé en la débil luz hasta la orilla del río, donde la tribu estaba sentada en torno a una pira que aún no era encendida. Nazas sostenía una torcida rama con una pequeña flama en la punta y todos entonaban rezos a sus dioses paganos. Al final de la oración Nazas tornó la vista hacia nosotros y dijo algunas palabras. Dice que también es una ofrenda para tu dios tradujo Nipé. Levanté una mano en agradecimiento y Nazas arrojó la antorcha contra la pira, iniciando un descomunal fuego que parecía arder hasta las estrellas.
Seis hombres danzaron en torno a la fogata, entonaban una canción de alaridos, emitiendo sonidos a veces melódicos y a veces escalofriantes. Sostenían sonajas y llevaban la cara pintada de azul con puntos blancos, simulando el firmamento sobre sus cabezas. Nos sentamos en la tierra siguiendo con atención el ritual y cuando la música se detuvo una niña pasó cargando un cazo, que para mi sorpresa era de barro cocido, en el que había pequeños cactus redondos. Comimos de esos cactus y al cabo de un rato la boca se me entumeció. Tenía granos de tierra en mis labios y un fuerte sabor amargo. Vinieron dos mujeres y un hombre. Se despojaron de sus pieles de coyote dejando sus cuerpos al desnudo. Inició una frenética música de pequeños tambores y las dos mujeres perforaron los oídos del hombre con espinas de maguey, luego atravesaron sus muslos y finalmente en medio de un grito atravesaron sus genitales. En ese momento sentí mareos y quedé profundamente dormido. Apenas vuelvo al conocimiento y a juzgar por la luz es más de mediodía.
Día 11. Nunca olvidaré lo que ocurrió el día 10 de nuestra vida con los irritilas. Estaban como siempre en el agua cuando el cielo se oscureció. Pensamos que se trataba de una tormenta de arena; entonces vino la sorpresa. Nazas repentinamente empuñó su lanza, que estaba clavada en el fondo del río, el resto de los hombres hizo lo mismo y en instantes la nube de polvo se disipó, entre gritos y el galopar de pequeños y robustos caballos jineteados por apaches.
Como un vendaval, arrasaron todo a su paso, lanzando pequeñas hachas y atravesando con flechas cuerpos de hombres, mujeres y niños. La bravura de los irritilas quedó demostrada al hacerles frente, aun siendo superados varias veces en número. Pelearon con sus lanzas, arrojaban piedras, incluso las nasas cargadas de peces. Los niños corrían contra los ponis que sin piedad les aplastaban. Los gritos de unos y otros se perdían entre el polvo a plena luz del día. Leonardo y yo que nos cubríamos pecho tierra, comprobamos la fiereza de Nazas. Atravesó al menos siete apaches con su lanza; les hizo frente uno a uno y en grupo. En medio del alboroto vi a Leonardo corriendo pistola en mano, disparando y asustando a varios de los indios de uno y otro bando, pero en poco tiempo el líder de los apaches le derribó y cuando se preparaba a matarlo, Nazas apareció para salvarle, valiente hecho que hizo huir al resto de los apaches. Desgraciadamente a Nazas le costó una mortal herida en la espalda.
Al anochecer de ese fatídico día, Nazas agonizaba a la luz de una pequeña fogata bajo la negra noche, rodeado por toda su tribu. No olvidaré lo que dijo Nipé: Va a morir. Ese es su destino. ¿Quieres decirle algo para su viaje?
Caminé hasta el agonizante líder y a través de Nipé le dije que era el hombre más valiente que había conocido, y le pregunté por qué lo había hecho, si apenas nos conocía.
Ashté, muna lo, chi me... pronunció algunas palabras como ésas y otras más, imposibles de recordar, que Nipé interpretó para mí: “El dios que llevas en tu cuello, dio la vida por todos, incluso por nosotros y no nos conocía”. Sentí cómo se humedecieron mis ojos y comprendí que yo no sabía nada, que no entendía nada de sacrificios como los hombres de estas tierras lo hacían. Que yo, arrogante, había venido a enseñarles y yo salía evangelizado. Le bendije y coloqué mi cruz sobre su pecho. Leonardo permaneció junto a Nazas hasta los últimos instantes de su vida.
Día 15. Me dispongo a partir de este lugar que tanto me ha enseñado, donde encontré más sabiduría en unos días que en una vida en los libros. Leonardo me ha dado una noticia inesperada: se quedará aquí. Lo ha hablado con Nazas antes que muriera y levantará una hacienda en este lugar.
¿Una hacienda, aquí? le he preguntado.
Sí. Una hacienda con un torreón, para cuidar estas tierras en el futuro.
Respeto tu opinión, mi viejo amigo. Tal vez por aquí nos volvamos a ver, Leonardo de Zuloaga.