Entre más avanza el tiempo, la tecnología y las nuevas formas de vida nos tornan mucho más sedentarios. Ahora todo resulta fácil.
Ya ni siquiera tenemos que levantarnos para cambiar el canal del televisor. No necesitamos marcar un número telefónico, sino que basta con darle al aparato una orden de voz y éste la ejecuta puntualmente.
De la misma forma, gran cantidad de anuncios televisivos tiene que ver con pastillas milagrosas para adelgazar sin hacer ejercicio; para no envejecer o hacerlo con mayor lentitud; para dejar de fumar sin angustias ni tensiones.
Todo tiende a que no hagamos el menor esfuerzo para conseguir algo, sino que todo nos sea dado por arte de magia.
¿De dónde habrá salido esta tendencia a la holgazanería?
Anteriormente, nuestros antepasados, se esforzaban por cultivar la tierra; por trabajar de sol a sol, aunque fuera en trabajos burocráticos; por leer a la luz de una vela.
Y ahora queremos que la tierra dé frutos por sí sola y la hostigamos para que rinda cada vez más; buscamos trabajos cómodos y no leemos más allá de lo que nos presenta la pantalla de una computadora.
Toda investigación se reduce a "copiar y pegar", sin análisis de ningún tipo y sin aportar nada en ella. Todas son ideas ajenas.
Antes un investigador en América, podía desarrollar un trabajo sin enterarse que en Alemania estaban haciendo lo mismo. Ahora eso se sabe al instante.
La Internet tiene vasos comunicantes muy poderosos que si bien ayudan, también aletargan.
Y con todos esos avances somos incapaces de solucionar totalmente problemas como el del hambre en el mundo.
Ahora saltó al ámbito nacional el tema de la extrema pobreza en la sierra Tarahumara. Y sin embargo, recuerdo haber visto esa pobreza allá por los años sesenta cuando los jesuitas nos llevaban a trabajar en esas lejanas comunidades.
Óscar Reynald, era un "maestrillo" ( así les llamaban a los seminaristas jesuitas en su etapa de dar clases en los colegios de éstos), que nos daba clases en secundaria.
Óscar era graduado de West Point y un hombre sumamente fuerte, acostumbrado a la vida castrense.
En uno de esos veranos, Óscar llevó a un grupo de estudiantes de secundaria a la sierra Tarahumara, a realizar labor social. Éramos como unos veinte alumnos, todos compañeros de generación.
Obviamente no recuerdo los nombres de todos ni convendría citarlos si no fuera así. Sólo recuerdo, como es lógico, a dos o tres entre los que se encontraba mi entrañable amigo Íñigo.
Salimos primero rumbo a la ciudad de Chihuahua, en un democrático camión. Pero a esas edades todo era diversión.
Al día siguiente salimos por tren hacia la sierra, en una travesía que se volvió inolvidable por la belleza del paisaje. Y así llegamos a Creel, en donde los jesuitas tenían o tienen un seminario. Ahí nos dieron hospedaje unos días, pues nuestro destino era Rarámuchi, en el corazón de esa sierra.
Óscar nos había pedido que lleváramos ropa y comida para regalar a algunos habitantes de la región de Rarámuchi y así lo hicimos. Todo estaba preparado para trabajar unas semanas en la sierra y convivir con la comunidad.
Lo primero sí se cumplió, trabajamos de sol a sol y acabábamos muertos de cansancio. Lo segundo resultó imposible, pues los Tarahumaras rehuían el contacto con nosotros, así que dejábamos a prudente distancia de sus chozas la comida y la ropa y nos retirábamos en silencio, al punto de las lágrimas al ver tanta pobreza.
Han pasado muchos años desde entonces y esas comunidades siguen en la misma pobreza. Hemos llegado a la Luna, pero somos incapaces de atender el mínimo de los problemas de muchos hermanos nuestros.
Todavía recuerdo con agrado que por andar platicando con Íñigo (que hasta la fecha no le para la boca), una tarde nos perdimos y se nos hizo noche en el camino. Nos percatamos de ello cuando comenzó a oscurecer y se empezaron a encender las fogatas en las cuevas de los Tarahumaras y entonces nos entró un miedo terrible.
Guardando la calma y como buenos exploradores, simplemente dimos media vuelta y volvimos sobre nuestros pasos para retomar el camino original y llegar a la cabaña en la que nos hospedábamos.
También recuerdo que el regreso a Creel lo hicimos unos cuantos en una pequeña avioneta, que despegó de una meseta y se lanzó al vacío de la barranca para lograr la velocidad que requería para volar a su destino. Es una sensación horrible ver cómo pasaban los farallones de la barranca mientras aquel mosquito se sostenía de milagro en el aire. Creo que José Luis, que iba en ese vuelo, volvió el estómago de la mareada que se dio, pero logramos llegar a nuestro destino en diez minutos, mientras que los compañeros que iban por tierra lo hicieron en un día.
Pero volvamos al punto. Estamos inmersos en un esquema de vida fácil y cómoda, que nos torna inmunes a los grandes problemas de nuestro tiempo.
El que tengamos instrumentos que nos facilitan la vida no significa que no nos esforcemos o nos volvamos insensibles.
El día que ese tipo de problemas no nos duela ni conmueva, será porque nos hemos muerto en vida.
Por lo demás: "Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano".