Una persona se encuentra normalmente arriba de un podio. Esto es, la persona sube al podio, en tanto debe decirse que se acerca si se trata de un atril. Esto a propósito de la fotografía en la que aparecen los atriles que el IFE destinó para el debate de candidatos celebrado el pasado domingo. Lo curioso es que originalmente fueron pintados de amarillo que identifica al emblema de uno de los partidos en la liza electoral, para después usar sólo el puro esqueleto. Un atril es un pupitre con una cima inclinada colocada sobre un soporte, pudiendo tener la altura y la inclinación ajustables. En el pasado, hemos visto a gobernadores leer de corrido sus informes anuales sin que el público presente se percate de que es un artilugio para fingir que no hay script del que obtienen los datos sino que son fruto de una memoria privilegiada. Aun que, en honor a la verdad, no era ese el objetivo que se perseguía es decir, no había la mínima pretensión de engañar a nadie por cuanto a su lectura. Todos los asistentes estábamos al tanto. En aquellos entonces se decía, lo que no se era verdad, que usaban un diminuto aparatejo colocado en el pabellón interno del oído, trabajo que realizaba un experto, evitando molestar al tímpano. Obviamente imperceptible para la audiencia, por conducto del cual recibían el contenido del texto escrito o cualquier otro asunto pertinente.
Bien, los cuatro candidatos los vemos parados detrás de su correspondiente atril. Vistos desde las butacas se notan en apariencia serenos. La candidata Josefina refleja en sus movimientos su seguridad. Sabe al igual que los demás debatientes que millones de mexicanos no le quitan la mirada de encima, lo que no la abruma. Este comentario debe extenderse al resto de los candidatos que de traje oscuro y encorbatados se les veía seguros de sí mismos cual alumnos de cualquier plantel educativo a punto de presentar examen, sin más acordeón que su propia conciencia. (Acordeón.-Papel doblado en forma de acordeón donde los estudiantes flojos escriben las repuestas de un examen usándolo a escondidas). Los debates en esta época no son nada buenos para el fin que se persigue. Salvo si se pretende demostrar que los otros son los malos y él que lo dice es un santo. No pasó nada que no tuviera que pasar; sabían el numerito. De pronto uno acabó con la tranquilidad que campeaba en el salón arrojando una arroba de lodo en la cara de su contrario y de ahí en adelante se armó el desbarajuste.
Sin esconder la mano, empezaron a aventarse pedradas. Parecían gallos en un palenque, con la circunstancia de que una gallina picoteaba a uno de los contendientes con tal ahínco que provocó que éste le respondiera sacando una navaja en su espolón con la que le daba una y otra vez regulares tallones sin llegar a provocar que sangrara. En forma sorpresiva cantó el gallo que decían que no cantaba y el corral enloqueció.
Sus rivales volteaban a verse por la sorpresa que si bien no los hizo enmudecer, sí los destanteó, tanto que al presentar uno de ellos una foto para mostrarla a los circunstantes lo hizo con la cabeza hacia abajo como si en realidad quisiera decir que gobernaron con los patas, cuando tuvieron la oportunidad de hacerlo.Uno de ellos mostraba una brillante pelona que le envidiaría el Verdugo, luchador de los cuarenta aquí en Torreón. Esbozaban ambos, departiendo en algún ambigú, una sonrisa que más que de amigos parecían de cómplices a punto de acometer alguna travesura.
Pero lo que no dejó lugar a dudas de que el ambiente se calentaría fue la aparición de una cocotte que parecía anuncio de la pasteurizadora Lala. Quizá presentían que aquello podía convertirse en el Rosario de Amozoc, por las miradas de las que saltaba lumbre. Se dice que algo puede terminar como el Rosario que es cuando algo acaba necesariamente mal, en referencia a un conflicto sucedido en Amozoc, Puebla, en el lejano año de 1797, entre dos bandos de artesanos de Talavera, que se enfrentaron con gran violencia, sin importar que había mujeres y eran días de Semana Santa. Llegó la cocotte retadora con papeles para cada uno y una. Un vestido entallado y una enorme pechuga dejaban bizcos a los comparecientes, que recibían embobados lo que les entregaban. Si en vez de los documentos les hubieran puesto en las manos un petardo encendido ni lo hubieran notado.
Está claro que no incluimos a la dama participante, que ajena a los encantos de la descocada mujer en esos momentos, leía sus apuntes. Si se hubiera percatado nada podía hacer, por lo que levantando los ojos al cielo hubiera dicho como Enrique IV rey de Francia "París bien vale una misa".