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Verónica García Peña

La vida de la familia Hernández es un ánfora de prodigios. El sol ha brillado en su frente, como una centella empecinada que se abre paso entre la sombra.

Don Benjamín Hernández nació en la Comarca Lagunera, en Torreón, el 13 de julio de 1941. Esta era la tierra de sus padres y ahora lo es también de sus hijos. Su mamá siempre le recordaba que él nació en el mismo día que Julio César, Clemente X, Santa Teresa de los Andes y Wole Soyinka, entre tantos otros. Y que nació además en un año muy especial: en México, fundan la Legión de Cristo; el gobierno republicano español en el exilio crea en la Ciudad de México el Colegio Madrid; en Estados Unidos, Roosevelt jura por tercera vez como presidente; se emite el primer mensaje televisivo; en Europa, se encuentran Franco y Mussolini; aviones británicos bombardean Hannover; el rey Alfonso XIII abdica a favor de su hijo Juan de Borbón; y comienza la Operación Barbarroja: el Tercer Reich invade la Unión Soviética; entre otros tantos acontecimientos. “Eres especial, hijo mío”, coronaba ella, inculcándole siempre que él era capaz de lograr mucho, lo que él quisiera... porque lo traía en las venas y porque un designio de grandeza lo acompañó desde su nacimiento.

Sí. Pero lo que a él más le enorgullecía fue haber nacido en el trigésimo cuarto aniversario de cuando la legislatura del estado de Coahuila expidió a Torreón el derecho a ascender a la categoría de ciudad; y, por lo demás, que el año de su cumpleaños coincidiera con la construcción del Bosque Venustiano Carranza. Don Benjamín se sentía, por tanto, una migaja de esa ciudad, un fragmento viviente, una esquina de carne, hueso y sangre, sangre lagunera.

Su mamá también le contó que el 15 de septiembre, con apenas dos meses de vida, y cuando se elevó a Torreón a la categoría de ciudad, el pequeño Benjamín estuvo todo el día con una sonrisa en su cara; es más, ni siquiera lloró. Tuvo que ser amamantado de acuerdo a los horarios prefijados, porque él parecía estar maravillado, feliz. Bueno, eso es lo que decía ella, doña Mercedes... doña Mercedes Vargas de Hernández.

Era ella una mujer de trabajo, fuerte y valerosa. Nació en Lerdo, también un día muy especial: 16 de noviembre de 1922, cuando se celebraba el 28 aniversario de la ciudad, 28 años desde que Benito Juárez elevara a la categoría de ciudad a la anteriormente Villa Lerdo de Tejada. Ella recuerda con emoción los 17 y los 18 años, no sólo porque conoció al que sería su esposo sino porque asimismo, en ese entonces Francisco de Sarabia llenó de orgullo a los lerdenses y a los laguneros en general: en 1939 voló desde Los Ángeles hasta la Ciudad de México con récord de velocidad; y como si esto fuera poco, al año siguiente conseguiría la misma hazaña en las rutas México-Chetumal, México-Mérida y México-Guatemala. ¡Vaya alegría! Siempre bromeaba con que don Óscar, quien fue después su esposo, se aprovechó de la emoción para cortejarla y conseguir así que ella fuera su novia.

Aquel galán, don Óscar Hernández, gomezpalatino de nacimiento, fue un reconocido trabajador algodonero, premiado en varias ocasiones por su desempeño. Incluso por ser en una quinta ocasión un trabajador destacado de la Comarca, en 1963, a los 41 años, fue condecorado por el gobernador con quien, además, tenía numerosas fotos las cuales adornaban orgullosamente la sala de su casa. Algunas de ellas fueron tomadas por un fotógrafo; pero otras eran recortadas del diario, de El Siglo de Torreón que, a propósito, era coetáneo de don Benjamín: nació el 28 de febrero de 1922. Él dice que el diario que perpetuó la recompensa a su trabajo debió haber nacido el 22, no el 28; pero unas fallas mecánicas retrasaron este acontecimiento. Aunque, con tono muy serio, casi solemne, él siempre remataba diciendo que en realidad las fallas mecánicas ésas fueron sólo una mediación divina para que coincidieran los alumbramientos.

Don Óscar irradiaba orgullo, legado y acumulado. Recuerda haber visto crecer a su tierra “de rancho a emporio”. Vio por ejemplo cuando construyeron el Banco de México en Torreón, frente a la Plaza de Armas, y el bulevar Independencia y la diagonal Reforma. Contaba que su padre vio nacer La Jabonera y La Amistad con sus hermosos tejidos, y La Unión con sus magníficos y provechosos calzados, de calidad máxima. ¡Qué orgullo!

Benjamín, pues, traía una carga consigo, una honrosa carga. Su misión era florecer junto a su tierra, tal cual lo hicieron sus padres, brindando lo mejor de sí para los “suyos cercanos” -su familia- y los “suyos un poco menos cercanos” -sus coterráneos-, como decía él. Su familia, además de sus padres, estaba compuesta por su esposa Ruth -con quien se casó a los 25 años- y su hija Gabriela -quien nació el año siguiente. Ruth fue el otro gran apoyo de don Benjamín, muy cercana a doña Mercedes; y Gabriela... Gabriela era una niña muy hacendosa y esforzada, decían... pero era una niña. Lo bueno, sí, al menos eso apuntaba don Benjamín, es que tendrían una gran aliada cuando estuvieran viejos.

Su mamá, como bien he mencionado, fue pilar fundamental en su vida. Muchos olvidan lo difícil que es estar a la altura de padres tan magníficos. Pero ella siempre estuvo ahí; no así don Óscar -al menos con palabras-, porque, como todo viejo forjado con la centuria, él era distante, sigiloso, le costaba expresar afecto. No obstante ella, doña Mercedes, siempre cimentó la confianza, siempre tuvo la palabra indicada, esa palabra que nadie más podía obsequiar. Por ejemplo ella también le contó a su hijo, con suma presunción, que cuando él nació, en plena Segunda Guerra Mundial, el pueblo de Montenegro, en la Península Balcánica, comenzó una revuelta popular en contra las fuerzas del Eje -Alemania, Italia y Japón. “Traes el despertar contigo, hijo mío”, le dijo. Y desde siempre y para siempre, nunca perdió la oportunidad de fomentar ese pensamiento. Cuando cumplió 28 años -otro ejemplo- los soviéticos lanzaron la sonda Luna 15; aunque el intento falló. Doña Mercedes no desperdició la ocasión para hablarle a su hijo: “Traes contigo el afán, aunque éste falle. Traes contigo la búsqueda, el alma del progreso”. Él le respondió: “Si soy un simple trabajador lechero, mamá”. “No uno cualquiera... el mejor... Como tu papá, el mejor trabajador algodonero. Siempre debes ser el mejor, en cualquier cosa a la que te dediques”, concluyó ella.

Cuando cumplió 36, ocurrió el gran apagón en Nueva York: “¿Ves? El apagón vino a despertar a muchos somnolientos. Es algo bueno... como tú”, le dijo ella a su hijo.

Doña Mercedes murió el 21 de mayo de 1985, unas semanas antes del cumpleaños 44 de su hijo. Ya no estaba ahí para alimentar su fe. George H. W. Bush, hasta un día antes vicepresidente de Estados Unidos, se convirtió en el vigesimoquinto presidente de aquel país, luego de que Ronald Reagan fuera hospitalizado de urgencia por unos pólipos en el colon. “¡Qué es eso!”, pensaba con remordimiento don Benjamín. “Tú significas la esperanza, hijo: cuando algo se acaba, inmediatamente surge un nuevo comienzo”, le dijo su padre, don Óscar.

Don Óscar falleció dos años después que su esposa, el 8 de agosto de 1987; pero alcanzó a ver la empresa de su hijo. Efectivamente, don Benjamín comprendió al fin el mensaje: él debía ser mejor que sus padres; y ser mejor no significaba buscar ansiosamente cómo dejar atrás, muy lejos, a sus progenitores, sino aprender de sus errores y de sus aciertos. No debía empezar de cero; sus padres habían cimentado ya una gran parte. Su misión era continuar. Y, así, nació su empresa de venta de componentes electrónicos. Y don Óscar alcanzó a verla; murió con una sonrisa en su corazón. Y don Benjamín sabe que doña Mercedes, donde quiera que esté, tiene su corazón sonriente también, radiante como el tenor de sus palabras.

Esta familia fue y es grande, por supuesto. Ella y La Laguna tienen desarrollos siameses, por supuesto. Pero su grandeza no recae en las coincidencias, sino en el trabajo... como lo hacen diariamente muchas familias que han fraguado con manos benditas esta tierra. Yo, por ejemplo, nací un 2 de junio; no puedo presumir de mi nacimiento, pero sí puedo hacerlo de mi familia. Recuerdo haber tenido 10 años cuando el Museo Regional de La Laguna abrió sus puertas; pero eso no me hace grande. Sí lo hace, en cambio, honrar a mis padres siguiendo su legado...

De todos modos, agradezco a doña Mercedes, mi abuela, haberme contado esas bellas historias y mostrarme esos recortes de diarios, de la familia y de los acontecimientos históricos. Hoy sé que mi deber es con los “míos cercanos” y los “míos un poco menos cercanos”.

Gabriela Hernández.

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