Los Pinos
En una democracia, el hecho de compartir techo o lecho con alguien, no debería ser una ruta de poder, trátese de la esposa o de quien sea.
Germaine Greer
Dicen que las paredes oyen, menos mal que no hablan porque si hablaran mucho tendrían que contar los muros de Los Pinos. Amores, desamores, bodas, bautizos, traiciones y lágrimas, de todo han oído esos muros. Al principio de su mandato, el general Lázaro Cárdenas se negó a habitar el Castillo de Chapultepec por considerarlo suntuoso y poco acorde con los principios de la Revolución. De gustos sencillos y campiranos, el presidente Cárdenas con doña Amalia (quien desde el principio se opuso al título lambiscón de primera dama porque “primeras damas somos todas las mujeres del país”) y el pequeño Cuauhtémoc, se instalaron en la que sería en adelante la residencia oficial de Los Pinos.
Después llegó Ávila Camacho y Soledad Ortiz, esposa sin hijos quien al estilo de la época, apoyó con finura y discreción a su marido y no hizo ningún cambio en la casa. La que se despachó con la cuchara grande fue doña Beatriz Velasco de Alemán quien emprendió una drástica restauración de la vieja hacienda. En un país de indios candelilleros, separados por un océano de hambre, de pies descalzos, de piojos, así vive la mayoría de los mexicanos, como escribía por entonces Carlos Fuentes. La señora decoró Los Pinos con sillones Luis XV y candiles de Baccarat que mandó traer de Europa. Doña Dolores Izaguirre, más interesada en aprovechar su estatus de esposa del presidente Ruiz Cortines para hacer negocios, y sobre todo en el juego que era lo que más le gustaba hacer (cuentan que la señora Izaguirre se encerraba con sus amistades y nadie podía levantarse de la mesa de juego antes que ella, quien acostumbraba hacerlo cuando ya había amanecido) no hizo cambios en la residencia. Doña Eva Sámano (“una primera dama de primera”) y López Mateos nunca dejaron su domicilio particular. “Los Pinos es la casa de la nación y no la del presidente”, afirmaba don Adolfo, hombre muy serio aunque como a otros presidentes le ganaba la risa cuando se trataba de las damas. Antes de terminar su mandato, López Mateos se casó en secreto con Angelina Gutiérrez Sadurní, quien tampoco habitó Los Pinos.
Gustavo Díaz Ordaz en cambio, pensaba que habitar la residencia oficial era parte de los deberes propios de su investidura, y ahí se instaló con su esposa y sus tres hijos. Doña Guadalupe que era tranquila y amaba la vida hogareña, no realizó ningún cambio significativo en la residencia, aunque en los jardines se construyeron un campo de golf, dos albercas, canchas de tenis y hasta una pista para go-karts para el más pequeño de sus hijos (quien años más tarde se suicidaría).
El giro de noventa grados a la residencia oficial lo dio doña Esther Zuno de Echeverría, quien a la voz de “los pueblos que no defienden sus tradiciones, rompen sus raíces”, cambió los muebles franceses por equipales de cuero. Don José López Portillo con Carmen Romano (de quien ya estaba separado pero por exigencias de la hipocresía fungió como esposa durante ese sexenio) con hijos, suegra, madre y dos gorgonas que eran sus hermanas, ocupó la residencia a todo lo que daba. Con Paloma de la Madrid, Cecilia de Salinas y Nilda Patricia de Zedillo, la casa permaneció como estaba hasta que entre las sábanas del presidente Fox se coló Martita, quien al grito de “me debo a los mexicanos” exigió oficinas, secretarias, asistentes y ayudantes. Todo lo cambió, todo lo revolvió, y hasta pretendió ser presidenta.
Dentro de unos cuantos días la familia Calderón Zavala dejará Los Pinos. Ojalá que entre los muros de esa residencia quede impregnada la conducta afable y sencilla de la familia Calderón, especialmente de Margarita, cuya inteligencia, prudencia, y su particular manera de habitar la condición de esposa del presidente, ha sido ejemplar.
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