Trabajadora social durmiendo, 1995.
La mano de Lucian Freud interrumpió sus trazos en julio del año pasado, a la edad de 88 años. Pero cada una de sus obras da fe de la encumbrada posición que este británico ocupa entre las máximas figuras de la plástica del siglo XX.
¿En qué proporción geométrica, en qué disposición espacial, bajo cuál afectación de luz se expresa la mayor dosis de realidad? ¿Qué tanta veracidad se puede permitir la representación? ¿Cómo se proyecta esa sombra bajo la cual, según Louis Ferdinand Cèline, se inscribe la verdadera historia de las cosas? La recreación de un objeto puede estar disociada de su referente real y aún así cobrar un significativo horizonte de certeza. Marcel Duchamp afirmó: “No son los pintores, sino los espectadores, quienes hacen los cuadros”. ¿Es realmente la mirada del observador donde se fragua la experiencia estética? ¿Es allí donde florece ‘la verdad’?
La pintura de Lucian Freud sugiere que es más bien ‘la cosa’, el cuerpo a simbolizar, el que busca su lugar en el mundo y se debate entre esos juegos de proyección, afectaciones, iluminaciones y colores. Escuchamos el mugido de la vaca de Kandinsky más allá de las interpretaciones convencionales y concesiones del público. Cuando la cosa halla su espacio, la experiencia estética tiene lugar. Freud parece señalar que la médula de todo arte figurativo no está en representar lo que existe, lo elegido por la mirada del espectador o lo que recrea con su trazo el autor. No: la cosa encuentra su coordenada correcta y entonces se hace la luz.
SENDERO FIGURATIVO
Nieto directo de Sigmund Freud, hijo de un arquitecto, perseguido indirecto del acecho nazi (asunto que llevó a su familia hasta Londres), Lucian Freud nació en Berlín, en 1922.
Su obra inicial se aproxima al surrealismo, y ya se perfilan en ella las directrices de su posterior lenguaje pictórico: en vez de engendrar un imaginario propio o un cosmos identificable, Freud toma elementos de su realidad próxima y los reinterpreta hiperbólicamente, los afecta con una mirada tocada por lo onírico y enfatiza los detalles que le interesan. Esa primera voluntad de exploración lo conducirá a sus famosos retratos, y tal modelo de ejecución derivará en la reflexión sobre la exposición ‘desnuda’ del objeto, sin intervenciones artificiales ni -justamente- afectaciones. Chica con gatito, de 1947, se inserta en ese ámbito de creación.
El tránsito definitivo hacia la ejecución plenamente figurativa y su elección por los retratos parece tener su consolidación cuando se integra a la camarilla conocida como School of London. Este grupo, más bien heterogéneo, se vincula por la apuesta de representación del cuerpo y el tratamiento de la anatomía como reflejos totales de la identidad individual. Allí la figura mayor es Francis Bacon, cuya famosa serie de Cabezas da cuenta sobre esta indagación ontológica.
RETRATOS EN EL DIVÁN
De esta nueva época (promediando la década de los sesenta) Freud cobra atención por óleos como Gran interior. Paddington (1968-1969). En él se perfila ya un sistema de ejecución que no abandonará, su más distinguible iluminación: el uso de su muy personal pigmento blanco cremnitz, así como el de colorantes granulados y pastosos, además de la utilización de focos de 50 vatios para iluminar a sus modelos en el estudio.
El surrealismo, como es sabido, afincó buena parte de su bagaje en las tesis freudianas sobre los sueños y el inconsciente. La School of London también se vio explorada desde el psicoanálisis en el momento en que dichas teorías gozaban el descrédito de la academia. Si el legado de Bacon, anclado en ese aliento de angustia y sobrecogimiento, atrajo de nuevo la atención de psicoanalistas, mucho más lo haría la obra de Lucian Freud, el nieto del maestro.
Ya en la disposición de las formas en Gran interior. Paddington se dieron los ejes para entender la propuesta figurativa de la escuela de Londres: un análisis de la indefensión a la que parece sometido el individuo cuando su existencia es expuesta en su carácter más básico, con apenas unos elementos que configuran un campo semántico simple en la composición (en este caso una chica en posición fetal recostada en el piso, acompañada sólo de una planta y un abrigo colgado).
Las posibilidades se magnificaron conforme Freud presentó sus retratos. Céline, de nuevo, escribe que la cartografía de la identidad se halla en los gestos, que éstos terminan por definir la última fisonomía del rostro. Se ha querido ver en los trazos de Lucian una cierta búsqueda en la que se reconcentren nociones sobre la condición humana del retratado a partir de la configuración de su cara.
Los retratos más célebres de Freud, Autorretrato con ojo morado (1978) y Retrato de la reina Elizabeth II (2001), quieren ser vistos como estudios de identidad. En los rasgos se analizan pulsiones; en la pastosidad de los materiales se identifican represiones contenidas, como las que esbozaría cualquiera que reprime con el gesto sus anhelos irrealizados. Tal vez. Pero también podría ser que sin mera intención reflexiva, la búsqueda fuera de simple naturalidad: el rostro (no expresiones ni facciones, sino músculos, piel y carme) tratando de hallar su propio lugar en el mundo.
EUCARISTÍA PICTÓRICA
Se acredita a Sigmund Freud una frase autocrítica que versa más o menos así: “Un bastón puede ser un símbolo fálico y también puede ser sólo un bastón”. En los cuadros de Lucian el tratamiento de texturas puede no ser otra cosa que el apego extremo a la naturaleza del objeto que recrea.
El propio pintor llegó a afirmar: “Deseo que la pintura funcione como la carne [...] En lo que me concierne, la pintura es la persona misma, no una representación. Quiero que la pintura me sirva como lo hace la carne”.
Llegar a esa posibilidad no es sólo asunto de los materiales y su textura. El juego se complementa con las dinámicas de ejecución ya citadas y con la espera del momento en que ese rostro, esa piel, decida expresarse sola (y no por capricho de autor). La exploración con los materiales no se decanta por el color: efecto de luz, la piel busca su sitio entre el derroche lumínico y el color se vuelve colateral. Dijo el pintor: “Llenos y saturados colores producen un efecto emocional que siempre deseo evitar”. Tampoco hay una persecución deliberada de movimiento: éste se expresa en la textura de la piel, en las evoluciones sugeridas por la propia ampulosidad de la carne.
Freud persigue la más profunda carencia de artificios y ornamentos; la más absoluta desnudez, no sólo en el objeto capturado sino en la mano que retrata. Evita las tentaciones de la afectación y la manipulación; de la interpretación y la sugerencia. Pero a la vez, busca esa desnudez en la medida en que se parece más a su representación que a la realidad misma. En cierta ocasión afirmó: “Mi trabajo no es ni remotamente simbólico”. En un lenguaje tan trastocado (visual, oral), lo natural es propenso a la alteración y la interpretación se aproxima más a los horizontes personales de verdad.
Una visión natural nos diría que Lucian Freud hizo con sus materiales y trazos una metáfora de la piel a partir de la pintura. Él, despojado de cualquier atavismo simbólico, afirmaría que de la pintura hace piel. Y lo hace como escribe Francisco Hernández en su poema titulado Lucian Freud, con el instrumento Todopoderoso, su pincel en la diestra.
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