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ESTAMOS HACIENDO LAS COSAS MAL

Jacobo Zarzar Gidi

En los momentos actuales es de suma importancia inculcar en nuestros jóvenes la necesidad de que hagan cuanto antes "un plan de vida" que guie sus pasos desde la adolescencia hasta la juventud para que no cometan errores. Los noviazgos a temprana edad que tanto vemos en nuestra sociedad no conducen en la mayoría de los casos a matrimonios sanos que duren toda la vida. Muchos de ellos se estructuran con la única idea de pasarla bien los fines de semana, y otros desembocan en relaciones sexuales prematuras que destruyen la grandeza y la dignidad del matrimonio cristiano.

Cada vez son más las uniones libres, las bodas únicamente civiles (que son en la actualidad cuatro veces más que las religiosas), y los divorcios. Los jóvenes no se quieren comprometer. Como consecuencia, muchos niños nacen en hogares destrozados, en los cuales únicamente se encuentra una madre para cuidarlos, educarlos y protegerlos, pero que tiene que trabajar incansablemente para sacarlos adelante.

En determinadas etapas de la vida actuamos de forma desordenada, y eso acarrea graves consecuencias que son verdaderamente irreversibles. Hacemos las cosas mal cuando no terminamos los estudios por estar distraídos con un noviazgo que nos hace perder el tiempo y que no tiene trascendencia. Hacemos las cosas mal cuando formamos una familia a medias en la cual falta uno de los cónyuges. Hacemos las cosas mal cuando dejamos de inculcar a nuestros hijos valores morales fundamentales para que la familia se conserve sana y fuerte, y sobreviva al paso de los años. Se trata de un suceso que se repite una y otra vez, afectando a todos los niveles socioeconómicos.

Estamos observando una disminución en la defensa pública de la indisolubilidad del sacramento matrimonial. En las bodas de Caná, Jesucristo le devuelve toda su dignidad original y lo eleva al orden sobrenatural, al instituir el matrimonio como uno de los siete sacramentos que habrían de santificar a los cónyuges y a la vida familiar. Ahora más que nunca es deber de todo cristiano defenderlo y poner las bases para que la familia, unida y sólida, sea cimiento de la misma sociedad.

Educadores, escritores, políticos y legisladores han de tener en cuenta que gran parte de los problemas sociales y aun personales que estamos padeciendo tienen sus raíces en los fracasos de la vida familiar. Esa violencia que estamos sufriendo tiene sus orígenes no en lo económico como muchos piensan, sino en la destrucción de la familia. Al aniquilar la familia, sacamos a Dios de nuestra vida, a pesar de que lo necesitamos para llegar todos juntos hasta el final del camino. Le estamos diciendo que no nos interesa su compañía y que nos bastamos solos. Pero, ¿cómo no lo vamos a necesitar, si en la primera enfermedad de nuestros hijos volteamos al Cielo pidiendo misericordia?

Necesitamos apoyar constantemente el sacramento del matrimonio y la familia, para que sigan desempeñando sus funciones que son insustituibles. Pero no queremos matrimonios forzados, en los cuales las parejas permanecen juntas por las apariencias que dan a la sociedad. El amor, el buen ejemplo y la felicidad de los esposos aún en medio de las dificultades normales de toda familia, repercuten en un gran bienestar de los hijos que seguirá trasmitiéndose de generación en generación. Pero, para conseguirlo, necesitan, y lo vuelvo a repetir, la ayuda de Dios.

Un matrimonio sano es aquel que anima a los hijos para que sigan a Jesucristo. Los motiva para que tengan una misión concreta que los fortalezca. Los impulsa para que multipliquen sus dones todos los días. Los enseña a ser misericordiosos y a perdonar las veces que sea necesario. Les da el ejemplo para que se conviertan en apóstoles y evangelizadores después de haber sembrado en su corazón la necesidad urgente de la oración.

Un matrimonio sano es aquel que sabe ahogar el mal con abundancia de bien. Que sabe sonreír, pero también llorar, y que trabaja con alegría no con disgusto. De esa manera, la pareja y los hijos pueden dejar al final de sus días una familia fuerte y sólida, con una fe viva y abundante, que privilegie la esperanza, que sea generosa, servicial y trabajadora.

Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión. Santificar el hogar día a día, crear con el cariño un auténtico ambiente de familia. Esa autenticidad del amor requiere fidelidad y rectitud en todas las relaciones matrimoniales. San Josemaría Escrivá de Balaguer les dice a los padres de familia: "Que vuestros hijos vean que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está solamente en vuestros labios, que está en vuestras obras; que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras. Escuchad a vuestros hijos, dedicadles también el tiempo vuestro, mostradles confianza; creedles cuanto os digan, aunque alguna vez os engañen; no os asustéis de sus rebeldías, puesto que también vosotros a su edad fuisteis rebeldes; salid a su encuentro, a mitad del camino, y rezad por ellos".

Caminemos siempre de la mano del Señor para que nuestra vida rinda los mejores frutos. No podemos llevar a la vez las cargas de hoy y las de mañana. El mañana nos traerá nuevas gracias, y su carga no será más pesada que la de hoy. Cada día tiene su propio afán, su cruz y su gozo. Todas las jornadas de nuestra vida están presididas por nuestro Padre que tanto nos quiere. A veces podemos sufrir la tentación de querer dominar también el futuro, y olvidamos que la vida está en las manos de Dios. El día de hoy no se repetirá jamás. En lugar de vivir angustiados, tengamos confianza en la Providencia que el Señor ejerce sobre todas las situaciones de la vida.

jacobozarzar@yahoo.com

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