RECORDANDO UNA ÉPOCA
Bajo el dominio turco, Belén era a principios del siglo pasado un pequeño y tranquilo pueblo formado por cientos de casas de piedra. La iglesia de la Natividad invitaba a orar a propios y extraños que acudían desde muy temprano a visitarla. Fuera de allí, y desde las cuatro de la mañana transitaban por las torcidas calles empedradas, aves de corral, asnos, camellos y cerdos, que daban una maravillosa tonalidad de ritmo y colorido. Los hombres en su mayoría, caminaban con los "tarbush" (turbante) sobre la cabeza, para protegerse del poderoso sol que empezaría a calar dentro de poco, y las mujeres con sus grandes ojos oscuros lucían bellas medallas, sortijas de oro, pulseras y diferentes artículos tallados en nácar o simple hueso de aceituna.
Contrastando con los humildes "felah" (campesinos), cruzaban también por la Vía Dolorosa algunas mujeres europeas con sombreros de pluma, según lo dictado por lo último de la moda en París.
Treinta y dos lámparas señalan con precisión el sitio donde una noche maravillosa naciera Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre en la gruta que se encuentra junto a la Basílica de Santa María de Proesepio constantemente custodiado por fieles sacerdotes griegos y franciscanos.
Tanto en los umbrales de Jerusalén como en Damasco, algunos mendigos se preparan a tomar su lugar para implorar la caridad de su prójimo y agradecerles con lo único de que disponen: "¡Ál lah ia tic... Ál lah ia tic!"
(Dios os recompense).
A cinco cuadras de la parte más céntrica del bíblico Belén, se encontraba el hogar de mis abuelos paternos llamados Juan y Hilwe. Desde muy temprano como ya era costumbre, ella le llevaba a la mesa un platillo de aceitunas y otro con "duca" (polvo verdoso hecho a base de orégano, ajonjolí y jamaica) acompañados de aceite de oliva y una pieza de pan caliente - equivalente al pan árabe de la actualidad. Después de almorzar y consultar la posición del sol para tratar de adivinar la hora, se dirige a su pequeño taller que formara hacía ya varios años en la parte trasera de la casa. Allí fabricaba con sus propias manos, rosarios y crucifijos, medallones de nácar y rosarios de perlas, auxiliado por un buril, una mesa, alambre de diferentes calibres y pinzas, con las cuales daba un toque de arte a su trabajo. En esas fechas era común encontrar turistas rusos que deseaban conocer Tierra Santa, y eran ellos quienes adquirían los artículos que mi abuelo elaboraba con el fin de llevarlos a su tierra natal donde gobernaba el Zar Nicolás II.
Por las mañanas fabricaba la mercancía que se le había terminado el día anterior, y al caer la tarde salía a vender por las benditas calles de Belén, deteniéndose unos momentos frente a la Iglesia de la Natividad y la Gruta de la Leche por ser los sitios que más turistas atraían. Al terminar la agotadora jornada, mi abuelo llegaba a casa y hacía un recuento de lo vendido. El "massari" (dinero) podía ser en monedas rusas o en libras esterlinas. Cansado y sediento se sentaba a la mesa acompañado de mi padre que era una niño y de mis tíos Miriam y Jorge. Para refrescar su garganta bebía "léven" (jocoque fresco), al cual se le han atribuido por tradición poderes especiales que otorgan salud y larga vida al que lo toma. Lo preparaba mi abuela Hilwe que aprendió a elaborarlo desde que siendo niña observaba a su madre la forma como vertía un poco de "jamiretlében" (leche ácida que sirve de levadura para cortar la leche fresca), y lo dejaba toda la noche para que "mágicamente" se formase.
Otros alimentos que le agradaban al abuelo era el "bamie" (planta oriental malvácea llamada ocra y bon bon), así como también el "malfuf" (Hojas de repollo hervidas, rellenas con carne y arroz). Al terminar, la abuela servía exquisitos dulces árabes: "Knafe", "baklawas", "greibis" y muchos otros confeccionados con harina, mantequilla, nueces y almendras. Finalmente, un caliente y espeso café turco animaba al abuelo a contar las experiencias que había tenido durante el día.
Pasaron los años, y en 1907, mi abuelo tomó la importante determinación de irse a vivir a la desconocida pero atractiva América. Ese continente se presentaba como un fuerte imán que lo atraía para hacer fortuna. Varios paisanos habían emigrado en busca de mejor suerte y en sus cartas expresaban que no había sido fácil, pero que estaban contentos. Ahora residían en Argentina, Chile, Bolivia, Perú y México. Se dio cuenta que por el bien de sus hijos y el futuro de sus nietos, era mejor emigrar.
Fue en el puerto de Yaffa donde abordaron el barco que los llevaría a las tierras frescas, atractivas y prometedoras del nuevo mundo. El enorme trasatlántico se detuvo inicialmente en el puerto de Marsella, Francia, donde contemplaron con asombro por vez primera los automóviles movidos por vapor, y sin tener una explicación al respecto se preguntaron cómo era posible ese desplazamiento sin que llevasen una bestia de carga por delante. De nueva cuenta surcaron el Mediterráneo para dirigirse a Santander en España. El trayecto fue relativamente corto, pero no por eso dejó de ser incómodo por lo insalubre de sus compartimientos. Al dejar ese puerto, la nave tomó el camino de las profundidades oceánicas con olas enormes que producían entre los pasajeros un gran mareo. La intención del patriarca de la familia era dirigirse a Bolivia, pero en el barco, unos paisanos le dijeron que en ese país hacía mucho frío y que se les iban a morir los niños. Debido a lo que consideraron un sabio consejo, cambiaron la ruta y se trasladaron a México. Ya otras personas habían comentado por carta que el norte tenía un clima y una tierra parecidos al de Palestina. Cuarenta días duró el viaje... y fue exactamente el 15 de junio de 1907 cuando desembarcaron en el puerto de Veracruz.
El paisaje les pareció diferente a lo que sus ojos estaban acostumbrados a ver. Se dieron cuenta con alegría la cantidad abundante de agua que tenía la región y que la gente no necesitaba recorrer grandes distancias para saciar su sed. Mientras observaban la belleza del entorno, escucharon sorprendidos unas palabras del hermoso idioma árabe que los desconcertó: "Ahla u sahla" (bienvenidos). Eran tres paisanos que residían en Veracruz y que estando al pendiente de la llegada del barco, acudieron a saludarlos. Ellos los invitaron a comer y les obsequiaron dulces orientales que confeccionaban sus mujeres.
Una vez que se despidieron con emotividad y agradecimiento, tomaron un tren que los conduciría a la ciudad de México, pasando primero por las peligrosas y bellísimas Cumbres de Maltrata. Al llegar, de inmediato abordaron otra máquina de hierro que se dirigía al Norte, y tres días después hicieron su arribo a lo que años más tarde se convertiría en la ciudad de Torreón.
Junto a la estación del ferrocarril, mis abuelos vieron carros de mulas y gente de a pie y de a caballo, que los atemorizó de pronto, debido a que portaban sombrero ancho, cananas y enormes pistolas. También, igual que en su querido Bétlehem, había por doquier gallinas, puercos, mulas y perros.
Una nueva vida aguardaba a mis abuelos la cual no iba a ser sencilla porque en el año de 1910 dio comienzo la Revolución Mexicana que dejó cientos de miles de muertos. Tuvieron que adaptarse a un idioma y a costumbres diferentes, trabajar de sol a sol y enfrentar la adversidad para ver crecer a sus hijos y a sus nietos, pero siempre conservaron la fe en Dios y la esperanza de hacerlos hombres y mujeres de bien.
Anhelaron mil veces volver a su querido "iliblad" -su terruño en Palestina, pero no les fue posible. Al pequeño pueblo de Belén lo llevaron año con año en su mente y en su corazón, era su orgullo y su cariño. Recordaban con nostalgia sus casas de piedra, su trabajo artesanal, sus iglesias, sus árboles frutales, y el viejo corral donde criaban carneros. Pero también supieron amar y defender a México, trabajar incansablemente para enaltecerlo, y no claudicar jamás por difíciles que fueran los días.
Una semana antes de morir, mi abuelo soñó que regresaba a Belén, y que muchos parientes lo habían ido a recibir. A pesar de saber muertos a sus padres, los buscaba entre la multitud. No podía aceptar que no se encontrasen junto a él. De allí se trasladaron a su antigua casa que aún se conservaba igual que cuando él vivía en ella. El llanto brotó de sus ojos al contemplar los utensilios con que su esposa -la abuela Hilwe-, preparaba el jocoque, y también en el instante aquel en que abrió la puerta y penetró lentamente en el taller de rosarios. El buril y la mesa, el alambre con que los tejía, las pinzas y el arte que fluía de las manos laboriosas del abuelo, todo aquello parecía entre sueños haber quedado petrificado cincuenta años atrás.
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