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Jacobo Zarzar Gidi

LA SILLA DE LA ABUELA

Los domingos por la tarde visitábamos a mi abuela materna. Casi siempre nos invitaba a comer, y al terminar nos divertíamos jugando y platicando con los primos. Éramos tantos, que aquella casa se convertía en una pequeña placita en donde las tías controlaban nerviosas el ir y venir de los traviesos.

Nunca supe cómo le hacían, pero los alimentos completaban. A veces servían cabrito con arroz blanco, y en otras ocasiones barbacoa, pero siempre había tortillas calientes, jocoque seco bañado en aceite de oliva, aceitunas negras, agua fresca de Jamaica y exquisitos dulces árabes -con las recetas originales que trajeron los abuelos de tierras palestinas.

Al terminar de comer me gustaba escuchar a los mayores, conocer sus experiencias y soñar sus aventuras. Los relatos que contaban eran más que asombrosos, nos mantenían a todos muy atentos y a los niños sentados en el suelo. Veíamos como en una película a todo color un sinfín de narraciones, y nuestra fantasía las adornaba situándolas en el África, en Malasia o en Singapur, a pesar de haberse desarrollado en la intrincada sierra de Chihuahua o en el maravilloso Espinazo del Diablo.

En ese entonces, un fusil de municiones, un cuchillo y una cantimplora me hubieran hecho muy feliz, porque con tan sólo eso me hubiese sentido preparado para explorar los sitios más apartados y vírgenes del mundo.

Para los tíos -que siempre fueron fuertes y audaces-, parecía no existir absolutamente nada que los detuviera, lo mismo fuera una ponchadura de una llanta, que atravesar el desierto sin una gota de agua, la terrible mordedura de una cascabel, o el dormir a la intemperie bajo un cielo estrellado. No los atemorizaba una manada de jabalíes, ni el aullido quejumbroso de los lobos, un puente viejo a medio caer, o una presa a punto de reventar.

Cada vez que platicaban, sabíamos que una pequeña parte de su narrativa era creación de su propia cosecha, pero aún así, ¡cómo me divertía escucharlos! Si en su interesante relato, el animal salvaje que perseguían se les escapaba, yo aplaudía… y en castigo recibía una severa reprimenda.

Cuando los tíos discutían, los niños sentíamos que la tierra temblaba, y de inmediato salíamos disparados a otro rincón de la casa. Los extraño mucho, cada uno de ellos dejó un legado increíble de esfuerzo y disciplina, de superación y esperanza. Pero, lo más importante de todo en esa casa era mi abuela, que en su silla perpetua nos daba la bienvenida con los brazos abiertos. A pesar de todos los problemas que tenía como centro motor de numerosas familias que formaban su descendencia, yo la recuerdo con su pródiga sonrisa, y también como el fiel contacto que tuve con el siglo antepasado.

Yo la recuerdo prudente y poseedora de una gran inteligencia gracias a su constante hábito por la lectura que la entretenía en sus largas horas de tranquila soledad. Con la Biblia en la mano -escrita en idioma árabe- dejaba a un lado sus preocupaciones y no las mezclaba con los ratos amables que tiernamente dedicaba a sus nietecitos. Su mente anciana permanecía vivaz para recordar hechos y nombres del pasado, así como incidentes dramáticos que años atrás le acontecieron.

Tengo muy presente su quedo tono de voz a pesar de haber transcurrido tanto tiempo, y puedo asegurarles que de inmediato y sin existir explicación alguna, todo cobraba vida alrededor de su apacible persona. Yo la recuerdo con su afán incansable por mantener unida a la familia. Yo la recuerdo con su ropa negra que marcaba respetuoso y severo luto por su esposo todavía quince años después de haber fallecido, y por su querida hija que como una estrella luminosa se apagara sorpresivamente alejándose más allá de los confines increíbles de la bóveda celeste.

Una hermosa medalla de oro pendía en su pecho, y un fino tatuaje en los brazos nos hablaba de su apego estricto, íntimo y personal por las cosas religiosas. Jamás la podré olvidar, con su cabello negro, liso, bien recogido, con el partido en medio y sentada en su vieja silla de mimbre. Allí la había dejado el abuelo al morir, y los malestares de su cuerpo allí la retuvieron.

Aprobaba y bendecía en idioma extranjero la continuidad en la descendencia prolífica de sus hijos y la de los hijos de sus hijos. Le llamaban la atención los rasgos faciales de sus pequeños nietos, cada uno diferente, pero todos ligados al tronco común. Desde ese sitio sin moverse, estaba al tanto de lo que pasara en casa y también de lo que afuera acontecía. Se mortificaba mucho cuando alguno de sus hijos tenía problemas y de inmediato elevaba oraciones al Cielo para que todo volviese a la normalidad.

A ratos me escapaba de su lado corriendo con ágiles brincos y llegaba a la cocina para que la tía me informara de los platillos que en ese momento preparaba. ¡Qué agradables domingos pasé en casa de la abuela, con el patio soleado y las paredes de los cuartos pintados de blanco y café! Recuerdo también las casas anteriores donde ella vivió, siempre la fuimos siguiendo de un lado al otro, por eso es que tres veces por lo menos escuchamos la frase: "Ya se cambió la abuelita".

Cuando murió, yo me encontraba fuera de la ciudad, y hasta esos momentos comprendí que debí haber platicado más tiempo con ella, indagar lo que vivió y conoció en su amado terruño llamado Belén, su travesía por mares y océanos hasta llegar a su tierra prometida que estaba en América. Debí de haberle preguntado el significado de sus misteriosos tatuajes, de los orígenes de su enorme fe religiosa, y haberle pedido una explicación minuciosa sobre el carácter enérgico pero valiente del noble y trabajador abuelo.

Siempre me pregunté ¿qué sería de aquella silla? No sabía si fue vendida o regalada, o si se encontraba llena de polvo en algún viejo desván. Pero siempre quise tocarla de nuevo, deslizar mis manos entre sus duros e irregulares filamentos donde con toda seguridad encontraría huellas secas de tantas lágrimas que sus grandes ojos derramaron.

Muchos años después fui invitado a la nueva casa de uno de mis tíos. Al entrar, de paso al jardín, sentí de pronto que una fuerza extraña y demoledora intentaba captar mi atención. Sin saber de qué se trataba, dirigí la vista a un rincón de la sala. Allí estaba la silla de mimbre donde tantas veces ella nos recibió con los brazos rebosantes de ternura. A pesar de que la fiesta y su música habían dado comienzo, permanecí varios minutos observándola con detenimiento y recordando el pasado, minutos de éxtasis y devoción que superan cualquier gozo que se obtenga con una conquista material tasada en monetario. Una etapa de mi vida estaba allí representada, una etapa que quise mucho y que nunca imaginé que tan pronto pasaría…

jacobozarzar@yahoo.com

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