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Jacobo Zarzar Gidi

M O L O K A I

(Sexta parte)

Ochocientas personas se habían congregado en el desembarcadero. En el mar flotaban multitud de pequeñas canoas, todas ellas adornadas de flores, que parecían esperar algo extraordinario que hubiera de surgir de las aguas. Poco tiempo después, dos mástiles emergieron de las aguas y luego también la chimenea de un vapor. Al aproximarse, fue arrojado al agua un bote muy engalanado. La princesa regente, hermana del rey Kalakaua, que se hallaba realizando un viaje alrededor del mundo, pisó la pasarela, seguida de los ministros y cortesanos, engalanados con sus vistosos uniformes.

Sonriente, la princesa fija su atención en los niños que la fueron a recibir, todos ellos vestidos con ropitas limpias y collares de flores. Al aproximarse, ya no ve solamente los uniformes, ahora ve los rostros. Ve la faz de la lepra, deforme, devorada, grotescamente desfigurada. Ve miembros mutilados. Súbitamente, un grito desgarrador. Una mujer del séquito de la princesa acaba de descubrir a su hijita. Levanta del suelo a una criaturita y la estrecha entre sus brazos, mientras cubre de besos y de lágrimas aquella carita desfigurada. Se trata de una niña, que los desalmados guardianes de sanidad se habían llevado a Molokai junto con otros leprosos a punta de pistola, y su madre no se había enterado.

Posteriormente, la princesa se aproxima hasta el padre Damián y le dice: -¡Es usted un hombre de noble corazón! El misionero mueve la cabeza y contesta: -Soy un sacerdote... La princesa permanece todo el día entre los leprosos. Entra también en el Santuario de Santa Filomena, y ella, de religión protestante, queda largo rato contemplando la imagen de la Madre de Dios. -Sí -dice conmovida- "Esto es lo justo para Molokai. La imagen de la Madre para estos pobres huérfanos. E inclina profundamente su cabeza ante la Virgen". Luego, el padre Damián conduce a la regente hasta una pobre niña huérfana, ciega de nacimiento y completamente deforme por la lepra, que, sentada sobre una estera, juega con flores. La princesa habla cariñosamente a la infeliz criatura, que se queda escuchando, y luego dice: -Dime, ¿eres tú mi madre? -Sí, hija mía; yo soy tu madre -responde conmovida la princesa. -¡Madre! -exclama, alborozada, la pequeña leprosa, batiendo palmas con sus manecitas deformes, mientras la princesa acaricia dulcemente sus cabellos. Luego, extenuada, la niña se sume en un pesado sopor. La princesa se retira llorando.

Por la tarde, la regente visita el lazareto, en compañía del padre Damián. -Todos éstos en breve llamarán a las puertas del cielo, -le dice en un susurro el misionero.

La noble princesa pasa de cama en cama, teniendo para cada uno un obsequio y una palabra de consuelo. -¿No hay aquí médicos ni enfermeros? -pregunta horrorizada, al contemplar tanta miseria y tanto dolor reunidos. Ninguno, Alteza, excepto los mismos leprosos que hacen aquí ese servicio. Mil veces he gestionado de la Comisión de Sanidad el envío de un médico y demás personal competente, pero siempre sin resultado positivo -comentó Damián. -Yo me encargaré de enviar un médico -asegura con firmeza la princesa.

Al caer la tarde, se despide de Molokai la noble señora. Sobre la cubierta del barco, encogida y llorosa, una madre mantiene la vista clavada en su hija que acababa de encontrar. Desde lo alto de una roca, la niña agita incesantemente las manos para despedirse. En el barco, llora la madre, presa de un dolor infinito. Una mano delicada se posa sobre su hombro; inclinándose sobre la infeliz madre, la princesa le dice: -¡No llores, hermana! Tu hija está bien amparada. Hay un hombre en Molokai que es para ella y para todos, más que un padre y una madre...

En sus recorridos por las montañas de Molokai, el padre Damián se encontró por primera vez a un hombre viejo y enfermo que vivía en una cabaña construida en la parte más lejana de la isla. Pertenecía a la familia que anteriormente reinaba en el archipiélago hawaiano, y estaba sumamente deprimido porque ya nadie lo tomaba en cuenta. Al platicar con él, el padre Damián observó que la soledad y la tristeza lo habían hundido en la más grave de las amarguras. Se pensaba suicidar, y lo comprobó cuando éste le mostró una pistola que guardaba en el cajón de su escritorio, la cual tenía seis balas en el cargador. Durante varios minutos, el sacerdote le habló del valor que tiene la vida y le dijo que nadie puede atentar contra ella, porque únicamente a Dios le pertenece. Cuando se despidió, se dieron un abrazo, y aquel hombre solitario prometió que no se suicidaría. Meses después, le dijeron al padre Damián que lo habían encontrado muerto y junto a él una pistola. Al verla, el buen sacerdote se mortificó mucho. De inmediato salió presuroso al exterior de su casa y disparó al aire cada una de las balas que estaban en el cargador: "Una, dos, tres, cuatro, cinco… seis". Al escuchar el último tronido, levantó los ojos al Cielo y exclamó: "Gracias Señor, bendito seas. Te doy las gracias porque ahora compruebo que mi amigo no se suicidó".

Un día, apareció en el lazareto un auténtico médico de grandes gafas y bata blanca, llevando consigo toda una farmacia de medicamentos. La isla del horror se había convertido en feraz campo de Dios, en el que valía la pena arar, sembrar y afilar la guadaña.

Una noche en la cual llovía a cántaros, entró repentinamente a la cabaña del padre Damián una joven mujer. Ella insistió en quedarse, pero el sacerdote le contestó con firmeza "que se fuera, que se fuera a su casa, porque no quería que le desgraciara la vida".

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.

jacobozarzar@yahoo.com

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