M O LO K A I
(Parte final)
Con el cambio del Ministro de Sanidad, el nuevo obispo de las islas Sandwich, monseñor Kochemann, visitó Molokai llevando un hermoso mensaje de amor y esperanza para todos los enfermos: -¡Hijos míos! Vosotros estáis muy cerca del Señor, puesto que lleváis su cruz. El más pobre entre vosotros, es el que más se asemeja y más próximo está a Jesucristo. En vuestros miembros heridos y sangrantes, sangra el mismo Cristo, que vuelve a ser crucificado en vosotros. Un día, vosotros, los que tanto habéis llevado sobre vuestros cuerpos la tortura de una lenta muerte, habréis de resucitar con Él, gloriosos e incorruptibles. Al terminar su mensaje, el obispo hizo entrega al padre Damián de una radiante cruz de oro que enviaba la princesa regente; esa cruz era el mayor honor terreno que se ofrecía en el Archipiélago Hawaiano. -¡Damián De Veuster! En nombre de Su Alteza, la princesa regente de Hawai, le impongo a usted la Cruz de Comendador de la Real Orden de Kalakaua I.
-Mi pobre y vieja sotana se siente avergonzada -sonrió perplejo el sacerdote, y añadió en voz baja: Siento como si Dios hubiera de enviarme pronto otra cruz desde el cielo.
Y no se equivocaba... En los primeros días de diciembre del año 1884, Damián regresó de una penosa cabalgada por las montañas. Había visitado a un misionero al otro lado del Pali, y en el camino fue sorprendido por un formidable aguacero. -¡Señora Ana! -gritó, al tropezar en el umbral. Prepáreme un baño de pies, pero bien caliente. Jadeando, Ana -mujer que atendía con esmero al sacerdote y madre de un niño leproso, llevó al misionero una humeante palangana. -Ten cuidado, padre. Está muy caliente. -Mejor, así se desentumecerán mis ateridos pies -rió Damián.
Para probar, introdujo en el agua el dedo gordo de un pie. "-No; no está demasiado caliente-". E introdujo los dos pies. -¡Valiente agua me has traído, madre Ana! Humea, pero no calienta. ¡Tráeme agua más caliente, para añadir a ésta! La mujer se adentró en la cocina y volvió luego con un gran caldero. -¡Cuidado, ésta está hirviendo!
Al mezclarla, Damián observó que humeaba como el infierno, pero apenas la sentía tibia. Extrañado, Damián metió la mano en el agua y la retiró al momento, dando un agudo grito. Se había abrasado. Pero ¿y los pies? ¡Gran Dios! Sobre la piel se habían formado gruesas ampollas. Sacó los pies del agua y quedó contemplándolos, estupefacto... -Me he quemado y, sin embargo, no he sentido absolutamente nada. Madre Ana, ¿sabes tú lo que esto significa? A la mujer se le soltaron las lágrimas y sollozando asintió con la cabeza.
-¡Al fin leproso! -gimió el padre, y dejó caer la cabeza en su mano derecha. ¡Señor, cuán pesada es tu mano! -padre nuestro... hágase tu voluntad... Gracias te doy, Señor, por tu regalo de Navidad; gracias de todo corazón por la cruz de la lepra. Tú has dado al padre Damián el rostro de sus hijos...
Pasó el tiempo, y el padre Damián no se dio por vencido. Continuó trabajando incansablemente en la construcción de más viviendas para los nuevos leprosos que seguían llegando a Molokai. De todas partes se recibían grandes cantidades de dinero. El mundo entero contribuía a la edificación de una nueva iglesia. Aquel mismo año arribaron, por fin, a Molokai, las primeras religiosas, tres de ellas franciscanas. Tardaron un mes para llegar de Nueva York a Honolulu, y cinco años para viajar de Honolulu a la isla de Molokai que se encuentra a unos cuantos kilómetros. Lo que sucedió es que el anterior obispo de Honolulu, al verlas llegar, les dijo a las religiosas que el padre Damián no las necesitaba, que tenía todo lo necesario para ejercer su ministerio con los leprosos, y no las dejó partir hasta que transcurrieron cinco largos años. Cuando llegaron a Molokai, se encontraron al padre Damián agonizando. Se arrodillaron junto a su lecho y le pidieron perdón por no haber llegado antes como era su deseo. El misionero las bendijo y les dijo que no se preocuparan, que lo importante es que ya estaban allí.
Como les sucede a todos los santos cuando van a morir, el padre Damián sufrió "la noche oscura del alma", en la cual sintió que todo lo que hizo por Jesucristo, no fue suficiente. -¡Dios me ha abandonado! Me muero y no soy digno de ir al cielo -gimió De Veuster. Pero, fue la Madre de Jesucristo la que le dio la paz que un hombre necesita antes de morir. Por la tarde, llegó a la isla un sacerdote para escuchar la confesión del enfermo. Le encontró radiante de dicha. Damián estaba preparado para la muerte como para una fiesta.
-¡Vea mis manos, padre! -Dijo Damián. Todas mis llagas se van cerrando. Es el anuncio de la muerte- padre -susurró el leproso- , ¡Qué consolador es morir como hijo de los Sagrados Corazones de Jesús y de María! En esos precisos momentos se encomendó a la Madre del Salvador, y se dispuso a viajar al cielo... su nueva y definitiva patria. El lunes 15 de abril de 1889, Dios llamó a su Gloria a su esforzado misionero. Murió dulcemente, con la paz reflejada en su rostro, del que había desaparecido casi toda huella de lepra. Bajo el árbol del pandano -el mismo que le sirvió de refugio la primera noche cuando llegó a Molokai, prepararon sus hijos el lecho para su último reposo. Sobre su cruz fueron escritas estas palabras: "Nadie tiene mayor amor que aquel que da su vida por sus amigos".
En el año de 1994, el Papa Juan Pablo II después de haber comprobado milagros obtenidos por la intercesión de este gran misionero, lo declaró beato y patrono de los que trabajan entre los enfermos de lepra.
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