LA GRAN TRAGEDIA DEL PUEBLO PALESTINO
Soy mexicano, y me siento muy orgulloso de vivir en esta nación que recibió con los brazos abiertos a mis antepasados, pero también soy palestino, porque mis padres nacieron en Belén. Cada vez que siento la necesidad de escribir sobre la gran tragedia que sufre el pueblo de mis mayores, se entristece mi corazón y sufro mucho al no poder hacer algo más que dar a conocer el drama que todos los días están viviendo.
En el mes de marzo de este año tuvimos el honor de recibir en nuestra casa a la embajadora de Palestina, Randa Al Nabulsi, originaria de Nablus. Ella vino por primera vez a la ciudad de Torreón para conocer a la comunidad palestina. Escuchamos de su propia voz lo que se está viviendo actualmente en Ramallah, Jerusalén, Hebrón, Nablus, Nabe Salih, Belén, Gaza y Jericó. Para empezar, nos relató que cuando ella tenía 17 años la condenaron los judíos a diez años de prisión por "el delito" de llevar entre sus manos una bandera palestina. Dos años después de haber sido injustamente encarcelada y torturada como les ha sucedido a miles de hombres y mujeres palestinos, fue conducida por los soberbios y prepotentes soldados israelitas hasta la frontera con Jordania, prohibiéndole que volviera a entrar a la tierra donde había nacido.
Nos dijo -lo que ya habíamos escuchado en las noticias-: "Que el 31 de octubre del 2011, por una gran mayoría, Palestina, después de recorrer un camino sumamente doloroso, fue admitida a la UNESCO como miembro pleno con amplios derechos. Como era de esperar, la reacción de los gobiernos estadounidense e israelita fue algo vergonzoso para el mundo entero. El primero congeló los fondos que de manera ordinaria entrega a la UNESCO. El segundo, suspendió los dineros que mensualmente cobra a los palestinos y que indebidamente administra para presionar más a su población. Además, los judíos decidieron construir -como castigo adicional, dos mil nuevas viviendas en territorios palestinos.
A todo aquel que se atreva a denunciar los abusos de los gobiernos israelitas, son acusados de ser "antisemitas" -término usado por la propaganda israelí para injuriar al que se atreva a levantar la voz para dar a conocer al mundo sus atrocidades-.
Aparte del robo que han padecido y padecen diariamente los palestinos (solamente les queda el 18% de lo que originalmente era su tierra), ahora sufren por la construcción de un muro de 750 kilómetros que atraviesa sus poblados y que impide a los niños estudiar y a los jóvenes trabajar. De este muro el mundo no habla, el mundo no se queja, el mundo no protesta, porque son muchos los cómplices de esta ignominia. Todavía recuerdo el enojo de mi padre cada vez que escuchaba por las noches las noticias de Medio Oriente en su viejo radio de onda corta que a veces a golpes hacíamos tocar. Era el mismo en que se informaba de la llegada de colonos judíos a tierras palestinas con la fuerza de aquellas armas que en su traicionera retirada dejaron los ingleses a las bandas criminales sionistas que en la actualidad forman parte de los partidos políticos que gobiernan Israel.
La embajadora de Palestina al estar en nuestra casa relató la dramática historia de la señora Nora Kurtz, que aparece en el magnífico libro titulado "Historias que Dios no hubiera escrito". Óscar Camacho Guzmán es uno de los valientes escritores mexicanos que el año pasado fueron a Tierra Santa y se dieron cuenta del sufrimiento que todas las familias palestinas están soportando causado por el gobierno israelita que con sus actos ofende la religión que profesa y de la que tanto hace alarde.
Cuando Óscar Camacho Guzmán le preguntó a la señora Nora Kurtz acerca de una gran llave que portaba entre sus manos, respondió: "Esta llave es con la que mi padre abría el portón de la que fue mi casa, la que los judíos le arrebataron. Antes de morir, mi padre me la dio. Me pidió que no olvidara nunca lo sucedido. Y me hizo jurar que no perdería la fe en que algún día las cosas cambiarían para los palestinos. Por eso la guardo. Ella representa la fe que tengo en que algún día, cuando los judíos nos devuelvan a los palestinos todo lo que nos han robado, yo podré volver allá y abrir, con esta llave, el gran portón de mi hermosa casa".
Todo en el hogar de Nora Kurtz es antiguo, pero muy bien cuidado. La vajilla es la que se utilizaba en Palestina hace cien años, varios vestidos que conserva en su ropero son de las mujeres árabes de hace dos siglos, y el molino es de piedra caliza con el que se molía el trigo 500 años atrás.
"Hace varios meses -comenta emocionada Nora- asistí a una conferencia sobre economía con dos ponentes judíos y dos palestinos aquí en Jerusalén. No es que a mí me guste la economía ni nada de eso, no. Mis motivos fueron otros. Así que llegué muy temprano y ocupé mi asiento. Mientras la conferencia se desarrollaba, mis ojos no hacían otra cosa que hurgar cada centímetro de esa casa que había abierto su enorme portón para recibir el evento". "Era como si conociera cada esquina, cada rincón, cada parte de esa casa. Era la primera vez que estaba ahí y, sin embargo, nada de lo que veía me era desconocido. La gran sala, el patio, las escaleras, cada una de las ventanas. Y allá, en el fondo, el bellísimo piano negro. Cuando lo descubrí me paralicé. Y no supe nunca cuánto tiempo quedé pasmada en él. Pero de repente los aplausos de la gente me despertaron, indicándome que la conferencia había terminado".
"En ese momento alcé la mano y pedí la palabra. Estoy segura que pensaron que haría alguna pregunta sobre el tema tratado y me abrieron el micrófono". Dirigiéndose a todos los presentes les dijo: "Gracias por estar aquí, en esta casa que alguna vez fue de mis padres. Me hubiera gustado recibirlos a todos ustedes como anfitriona de este evento. Pero en 1948 el gobierno israelí les arrebató esta casa a mis padres. Se la arrebataron por la fuerza, sin razón ni justificación alguna. Y se la quitaron con todos los muebles que estaban aquí, incluido aquel hermoso piano en el que mi madre acostumbraba tocar cada tarde".
"Resignado a perderlo todo, y por el gran amor que le tenía a mi madre, durante años mi padre le pidió a los judíos que le regresaran sólo el piano, nada más. Pero nunca aceptaron. Pues bien, ese piano es aquel que ustedes pueden ver ahí, en el fondo. Ese era el piano de mi madre. Mi padre murió sin lograr su objetivo. Y yo sólo he venido aquí para que ustedes sepan esta historia de injusticia, y para pedir nuevamente que le devuelvan el piano a mi madre".
Al bajar del estrado se me acercó una mujer judía y con una gran sonrisa me dijo: 'No se preocupe, yo soy la dueña del piano… dígale a su madre que puede venir a tocarlo aquí las veces que quiera… dígaselo por favor'".
"No lo podía creer: en lugar de ofrecerse a regresarlo, la judía sólo invitaba a mi madre para que fuera ahí a tocar el piano. Me fui con la rabia y el dolor en el pecho. Y durante días no le dije nada a mi madre, que ya estaba vieja y enferma. Pero un día decidí contarle lo que había pasado, y ella, con ese gran amor que le tenía al piano, me pidió que la llevara, aunque fuera para tocarlo por última vez".
"Y sí, la llevé a pesar de que tenía meses de no levantarse de la cama. Estaba ya muy enferma y yo temía que una emoción como esa terminara con su vida, pero la llevé al ver en su rostro una ilusión que durante años no le había conocido. Mejor no lo hubiera hecho. Al llegar y tocar el gran portón de la casa, lo único que me dijeron fue que la dueña se había ido a los Estados Unidos apenas unos días antes". "-¿Y el piano…?-, pregunté con desesperación, al ver que mi madre lloraba". -¿El piano…? ¡Ah!, se lo ha llevado la señora con ella. Dijo que si lo dejaba aquí, algún palestino se lo podía robar.
"Regresé a casa con mi madre. Ninguna dijo una sola palabra en el camino. Pero a los pocos días ella falleció. Y ya no pudo nunca volver a tocar su piano".
Jacobozarzar@yahoo.com