ASÍ ERA ÉL
Diariamente despertaba a las cinco de la mañana. Daba la impresión de querer aprovechar al máximo los primeros minutos del día antes de irse a trabajar a su tienda. Se colocaba la ropa necesaria y salía con paso presuroso a su querida huerta, en donde tenía una cita que él mismo se hacía con la naturaleza.
Queriendo sentir la brisa matinal que forma el rocío, hundía sus manos entre el zacate para extraer de raíz la mala yerba, y dejar en libertad las plantitas que con dificultad venían creciendo.
Al pendiente de todas las estaciones, recordaba con sorprendente agilidad en qué momento era oportuno sembrar los almácigos, regarlos, desahijarlos, transplantarlos con delicadeza, observar su crecimiento y finalmente recoger la cosecha. Así, crecían la hierbabuena, el perejil, el orégano, el cilantro, la ruda, el ajo, la cebolla y el tomate. Obedeciendo el mandato de la vida, y surgiendo milagrosamente de una pequeña semilla, extendían sus verdes brazos las plantas de calabaza, pepino, berenjena, sandía y melón. Y en su espacio vertical crecía el maíz que ocultaba entre sus barbas doradas uno que otro gusano.
Un sitio muy especial tenían para su persona los árboles frutales. Atento a todas las variedades que se diesen en estas tierras, adquiría cada temporada diferentes arbolitos de durazno, chabacano, membrillo, ciruela, guayaba, granada, manzana, pera, naranja, mandarina y toronja. Con ellos y muchos más, tenía completa su arca vegetal. Cada año le pedía a mi madre que elaborara diferentes tipos de mermelada para que la familia la consumiera en el invierno. Se sentía tranquilo y contento siendo así, porque sabía que al morir nada se llevaría, y sí podría en cambio dejar una huella amable de su paso por este mundo. Plantó los árboles para sus hijos y sus nietos, y les enseñó a amar a Dios y respetar la Tierra. Le agradaba mucho que sus invitados recorrieran la huerta y contemplaran los emparrados de donde colgaban generosos racimos de uva. A cada instante bendecía en idioma extranjero aquellos frutos que el Señor le daba.
Un lugar preponderante en su corazón lo ocupaban el higo, la vid, el dátil y el olivo. Amaba sus frutos, posiblemente por traerle añoranzas de tierras lejanas a las que jamás pudo volver. Le agradaba la forma que tenían esas plantas y esos árboles porque le recordaban a todas horas la efímera niñez que pasó en su querida Palestina.
Preocupado por el agua que cada vez era más escasa, preguntaba a menudo si ya le habían autorizado el riego. Para ello, días antes, con la ayuda de su jornalero don David (padre de aquel niño con el que yo jugaba en la huerta, y que años después se convertiría por la Gracia de Dios en el sacerdote David Stala), preparaba el terreno, y todo su cuerpo sentía la emoción de la espera. Una espera que a veces se alargaba más de dos semanas, y mientras tanto, sufría por la sequía, por las grietas que se formaban en la tierra, y por la tristeza de sus árboles. Llegado el momento, gozaba al ver la elevación de las compuertas y escuchar el paso ruidoso de las aguas. Sabía en qué sitio urgía más el líquido elemento y la cantidad necesaria para no desperdiciarlo. Parecía rejuvenecer cuando se daba cuenta que el riego había llegado a todos sus árboles y hortalizas, y de esa manera toleraba mejor los contratiempos de la vida. Varias veces lo escuché dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas, por el sol, por el viento, y por la lluvia...
Recuerdo abundantes primaveras en las cuales miles de flores anunciaban el fruto esperado. Todo aquello parecía una fiesta de colores con hermosas mariposas que volaban por doquier, y a lo lejos se escuchaba el canto del pájaro carpintero que golpeaba insistente con su pico el duro tronco de madera. Docenas de pequeños pescaditos que hicieron un largo viaje desde la presa, jugaban en la acequia, y varias chuparrosas de maravillosos colores extraían con su lengua el rico polen que las alimentaba.
Recuerdo los veranos calurosos con el agua fresca de la alberca que salía de la noria, y la nieve de garrafa que mi madre preparaba: de coco, de nuez, de vainilla, de fresa y de cajeta. Por las noches -bajo la luz de la luna-, los pequeños escuchábamos atentos, con los ojos bien abiertos, aquellos relatos increíbles que nos contaba acerca de la Revolución y de Pancho Villa -cuando lo tuvo secuestrado en el Casino de La Laguna junto con otros comerciantes-. Todavía conservo en la memoria aquellas lluvias torrenciales, con sus rayos y truenos que asustaban a los niños, acompañados de largos apagones, en los cuales mi nana Chabelita platicaba "cuentos de aparecidos" bajo la luz mortecina de una vela y el aullido de nuestro perro fiel llamado "Berenjeno" que nos cuidaba de algún intruso que se atreviese a brincar la barda. Recuerdo también los melancólicos otoños, que en la adolescencia nos impulsaban a escribir diferentes sonetos, cada vez que veíamos la caída de las hojas. Y los vientos, con sus tolvaneras que presagiaban un cambio en la temperatura. Y los inviernos, con la tristeza de sus árboles y las aves tiritando de frío. Todas las estaciones formaban una sola y en doce meses se agrupaban, cada una con sus características especiales, cada una diferente y al mismo tiempo parecida a la anterior.
Caracterizando a mi "Personaje Inolvidable", acercaba su oído al viejo radio que a veces a golpes hacíamos tocar, para escuchar en "la onda corta" el mayor número de noticias del mundo. Le preocupaba sobre todo su querida Palestina, que fue la tierra de sus padres y la que lo vio nacer. Y no conforme con ello, preguntaba a los amigos con su frase acostumbrada: "¿Qué hay de nuevo...?" Anhelaba estar al tanto de todo lo que sucedía, y ello le producía una enorme satisfacción.
Allí se encuentra todavía de pie su jardín encantado, con sus plantas y sus árboles dando fruto, cada uno a su hora y en su tiempo, sin importar la dolorosa ausencia de su irremplazable jardinero. Allí están sus queridos dátiles que siempre tuvieron dificultad para madurar, la torcida vid con su fruto amable, el higo mencionado tantas veces en la Biblia, y el ancestral olivo con su reina la aceituna.
Allí están las aves que forman el pequeño paraíso y que son descendientes de todas aquellas que en ese entonces respetamos y permitimos que se multiplicaran. Allí están sus nidos y las acequias que provienen del río, y los troncos caídos y los carrizales, los espinosos nopales y el enorme bambú. Allí se encuentra el árbol de mora, que al caer su fruto mancha de negro la tierra, y los nogales que nos ofrecen su sombra y nos regalan su nuez. Allí están mis recuerdos, y yo estoy con él. Ahora los espacios me parecen vacíos y siento un dolor muy grande en el corazón cada vez que me decido a caminar por los andadores, porque me doy cuenta que nada es para siempre, y por lo tanto, aquellos tiempos jamás habrán de volver. Los años transcurrieron y los protagonistas de la historia ya no se encuentran entre nosotros. Ya no veo los alacranes que abundaban por doquier como aquel que me picó en la mano cuando era niño, y que me curaron del dolor con un poco de ajo. Tampoco he visto los topos, que siendo ciegos, podían darse cuenta a larga distancia de la presencia del ser humano por la agudeza de su oído. ¿A donde se fueron las víboras de cascabel como aquella que descubrimos un día con sorpresa en el zahuán de la casa? ¿Y las garzas que de tiempo en tiempo se posaban en las copas altas de los árboles? ¿Y los tejones que nos asustaban por las noches, y los halcones con su pico encorvado, y los tlacuaches que vivían en el tejado y se comían los aguacates que caían en el techo de la casa? ¿Y los murciélagos, que volando a una velocidad asombrosa y siendo invidentes, jamás chocaron con las paredes exteriores de los cuartos? ¿Y los sapos, y las ranas, que cada vez que llovía, brotaban milagrosamente de la tierra, después de haber permanecido ocultos y dormidos durante varios meses? Y las golondrinas que cada año retornaban al mismo sitio de donde partieron, ¿en dónde están?, ¿a dónde se fueron todos los habitantes de la huerta? De pronto, fueron desapareciendo: mi caballo de escoba, mi triciclo y mi tambor, mi cajón de bolear, el viejo fonógrafo, la garrafa de hacer nieve, el gallo que nos despertaba en las mañanas, el corral de las gallinas y la vaca que nos daba leche, el bóiler de leña, el refrigerador de hielo, el lavadero de cemento y el alambre para tender la ropa, la plancha de carbón y la mecedora de la abuela.
Si buscara en lo que fue su cuarto, tal vez hallaría el viejo radio de bulbos de donde salieron aquellas noticias que al mundo estremecieron. Tal vez encontraría varios frascos llenos de semillas que aguardan con paciencia ser sembradas algún día. Tal vez descubriría un baúl repleto de fotografías en blanco y negro del siglo pasado y una bufanda tejida a mano que mitigaba el frío invernal de su recámara. Hallaría tantas cosas, que tal vez por eso he preferido no entrar. Así era mi padre, y así fueron sus cosas... todas ellas, una a una, las conservo en la memoria.
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