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Jacobo Zarzar Gidi

LA REPARTICIÓN

Cuando el reloj de la antigua catedral de Morelia marcaba las cuatro de la tarde, el capellán del sanatorio salía del cuarto número veinte de la sección de cuidados intensivos. Acababa de confesar y de impartir los Santos Óleos a don Esteban, pilar de numerosa familia. Al dejar el sacerdote dicho nosocomio, continuó el desfile de familiares y parientes que acostumbraban llevar flores y chocolates al enfermo. Fue en esos momentos cuando el doctor que lo atendía reunió a todos los hijos y les comunicó que su padre únicamente viviría dos o tres días más. Lentamente transcurrió el tiempo ese fin de semana, sintiéndose muy pesadas las horas el viernes, el sábado y el domingo, sin que se presentase el trágico desenlace por todos esperado.

Al día siguiente, cuando los primeros rayos de sol penetraron en la recámara del moribundo, aparecieron varios de los hijos interrogando a la enfermera de guardia, y ésta les contestó que aún permanecía con vida. A partir de ese momento, uno por uno fueron entrando a visitarlo, y todos coincidieron en pedirle "que de una vez les repartiera los bienes que tenía a su nombre para que él observara el manejo correcto que hacían de los mismos y continuara sintiéndose orgulloso de tenerlos por hijos".

Lo avanzado de la enfermedad, así como el buen corazón de don Esteban, hizo que éste accediera a otorgarles en propiedad todos y cada uno de los bienes que tenía: la hacienda ganadera con su ojo de agua que le daba un valor excepcional, los tres locales comerciales en el centro de Morelia que estaban rentados a diferentes personas, una huerta nogalera en el Estado de Chihuahua, y varios terrenos localizados cerca de Querétaro en los cuales podrían llegar a construir docenas de casas habitación de interés social.

Los días fueron deslizándose a través del calendario, y varios notarios públicos recabaron las firmas correspondientes e indispensables para que los trámites tuviesen carácter legal. Las nueras de don Esteban se desvivían en atenciones para con el enfermo, y siempre que se despedían le daban un beso en la frente. Las hijas, aparte de pedirle que también les pusiera a su nombre una propiedad, solicitaron que les entregara las joyas que habían sido de su madre y que el anciano tenía guardadas en una caja de seguridad. De esa manera el enfermo se fue despojando de casi todo su patrimonio que le había costado una larga vida de esfuerzos y sacrificios. Cuando terminó la repartición, sintió una gran tranquilidad, ahora solamente aguardaba el misericordioso juicio de Dios.

Las enfermeras y los doctores, acostumbrados a contemplar los pasillos frente a la sala de cuidados intensivos repletos de parientes que llegaban todos los días a ver a don Esteban, se asombraron al notar que durante las siguientes semanas había disminuido notablemente el número de visitantes. De los treinta que a diario hacían guardia, bajó a veinte, y luego a ocho, después a dos y posteriormente a ninguno. El hombre se había quedado solo... completamente solo; pero al mismo tiempo los médicos se sorprendían al ver que la salud del enfermo ya no empeoraba, sino que permanecía estacionaria, y durante los siguientes días registraba una ligera mejoría.

Al mes siguiente fue retirado de la sala de cuidados intensivos, y principió -con la ayuda de una enfermera, a caminar por los pasillos del hospital. Veinte días después era dado "milagrosamente" de alta por la junta de médicos y salió por su propio pie después de pagar la cuenta que terminó prácticamente con la última parte de los ahorros que le quedaban. Al capellán no le extrañó su mejoría, por estar convencido de que los Santos Óleos tienen un gran poder de sanación en las personas gravemente enfermas.

Conforme pasaba el tiempo, se fueron agotando los recursos económicos de don Esteban, y por su avanzada edad no se sentía con fuerzas para comenzar a trabajar de nuevo. Con mucha pena, y después de pensarlo durante varios días, llamó por teléfono a sus hijos para comunicarles que ya había salido del sanatorio. Les habló de la grave situación económica que padecía, y que no quería ser una carga para ellos; pero "que por favor le ayudaran un poco mientras podía volver a trabajar".

Uno de ellos se encontraba disfrutando de un placentero viaje por Europa, y no se enteró de su problema, porque a nadie le dejó el número de su celular; el segundo le contestó que había invertido todo lo heredado en varios negocios y que tardaría mucho tiempo en poder sacarle frutos; el tercero de los hijos le comentó que su esposa controlaba todos sus bienes y que no la quería mortificar con esos problemas. Las hijas prometieron visitarlo de un momento a otro, pero su tono de voz se escuchó como una evasiva a la petición, y posteriormente se pudo comprobar que la promesa jamás la hicieron efectiva.

Cuando terminó de hablar con todos ellos, guardó silencio, un terrible y prolongado silencio que duró dos años, los cuales pasó en la más completa soledad, rodeado de una gran miseria y sin poder trabajar porque su salud continuaba siendo bastante precaria. El día que murió, solamente permaneció a su lado uno de los médicos que lo atendió durante su enfermedad en el sanatorio, pero que ahora no le cobraba un solo centavo, porque sabía que no lo tenía. Minutos antes de morir, el doctor, acercando el oído, escuchó que balbuceaba en forma insistente una pregunta que parecía tener un gran significado para él: "¿En qué me equivoqué Dios mío, si yo sólo buscaba lo mejor para mis hijos... en qué me equivoqué?".

jacobozarzar@yahoo.com

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