SAN FELIPE NERI
San Felipe nació en Florencia, Italia, en 1515. Su padre se llamaba Francisco Neri. Desde pequeño demostraba tal alegría y tan grande bondad, que la gente lo llamaba "Felipín el bueno". En su juventud dejó fama de amabilidad y alegría entre sus compañeros y amigos.
Habiendo quedado huérfano de madre, lo envió su padre a casa de un tío muy rico, el cual planeaba dejarlo heredero de todos sus bienes. Pero allá
Felipe se dio cuenta de que las riquezas le podían impedir el dedicarse a Dios, y un día tuvo lo que él llamó su primera "conversión" y consistió en que se alejó de la casa del riquísimo tío y se fue para Roma llevando únicamente la ropa que llevaba puesta. En adelante quería confiar solamente en la Divina Providencia y no en riquezas y familiares pudientes.
Al llegar a Roma se hospedó en casa de un paisano suyo de Florencia, que le cedió un pequeño cuarto debajo de una escalera y se comprometió a ofrecerle una comida al día si él les daba clases a sus hijos. La habitación de Felipe solamente tenía una cama y una mesa sencilla. Su alimentación consistía en una pieza de pan, un vaso de agua y unas aceitunas. El propietario de la casa dijo que desde que Felipe les daba clases a sus hijos, éstos se comportaban como ángeles.
Durante los dos primeros años, Felipe se ocupó casi únicamente de leer, rezar, hacer penitencia y meditar. Por otros tres años estuvo haciendo estudios de filosofía y teología. Después, por inspiración de Dios se dedicó por completo a enseñar catecismo a las gentes pobres. Roma estaba en un estado de ignorancia religiosa muy grande, y la corrupción de costumbres era impresionante. A lo largo de 40 años, Felipe se convirtió en el mejor catequista de Roma y logró transformar la ciudad.
Felipe había recibido de Dios el don de la alegría y de la amabilidad. Como era tan simpático en su modo de tratar a la gente, fácilmente se hacía amigo de obreros, de empleados, de vendedores y niños de la calle, y empezaba a hablarles del alma, de Dios y de la salvación. Una de sus preguntas más frecuentes era ésta: "Amigo ¿y cuándo vamos a empezar a volvernos mejores?". Si la persona le demostraba buena voluntad, le explicaba los modos más sencillos para llegar a ser más piadosos y para comenzar a portarse como Dios quiere.
A todas aquellas personas que demostraban mayores deseos de progresar en santidad, las llevaba de vez en cuando a atender enfermos en hospitales de caridad, que en ese tiempo eran pobrísimos, abandonados y necesitados de todo. Otra de sus prácticas era llevar a las personas que deseaban empezar una vida nueva, a visitar en devota procesión los siete templos principales de Roma y en cada uno dedicarse un buen rato a orar y meditar. Y así, con la caridad para con los pobres y con la oración, logró transformar a muchísima gente.
Desde la mañana hasta el anochecer se la pasaba enseñando catecismo a los niños, visitando y atendiendo enfermos en los hospitales, y llevando grupos de personas a las iglesias a rezar y meditar. Por las noches se retiraba a algún sitio solitario a orar y a meditar en lo que Dios ha hecho por nosotros. Muchas veces pasó la noche entera rezando. Le encantaba irse a rezar en las puertas de los templos o en las catacumbas o grandes cuevas subterráneas de Roma donde están enterrados los antiguos mártires.
Lo que más pedía Felipe al cielo era que se le concediera un gran amor hacia Dios. Y en la vigilia de Pentecostés, estando aquella noche rezando con gran fe, pidiendo a Dios el poder amarlo con todo su corazón, éste se creció y se le saltaron dos costillas. Felipe entusiasmado y casi muerto de la emoción exclamó: "¡Basta Señor basta, que me vas a matar de tanta alegría!". En adelante nuestro santo experimentó tan grandes accesos de amor a Dios que todo su cuerpo se estremecía, y en pleno invierno tenía que abrir su camisa y descubrirse el pecho para mitigar un poco el fuego de amor que sentía hacia Nuestro Señor. Cuando lo fueron a enterrar notaron que tenía dos costillas saltadas y que estas se habían arqueado para darle espacio a su corazón que se ensanchó notablemente.
A los 34 años todavía era un simple seglar, pero a su confesor le pareció que haría inmenso bien si se ordenaba de sacerdote y como había hecho ya los estudios necesarios, aunque él se sentía totalmente indigno, fue ordenado sacerdote, en el año 1551. Y apareció entonces en Felipe otro carisma o regalo generoso de Dios: su gran don de saber confesar muy bien. Ahora pasaba horas y horas en el confesionario y sus penitentes de todas las clases sociales cambiaban su modo de vida como por milagro. Leía en las conciencias los pecados más ocultos y obtenía impresionantes conversiones.
San Felipe reunió a un grupo de sacerdotes y formó una asociación llamada el "Oratorio", porque hacían sonar una campana para llamar a las gentes a que llegaran a orar. El santo les redactó a sus sacerdotes un sencillo reglamento y así nació la comunidad religiosa llamada Padres Oratorios o Filipenses. Congregación aprobada en 1575 y respaldada por San Carlos Borromeo.
A una señora que tenía la costumbre de murmurar y de calumniar a otras personas, le dejó como penitencia ir desplumando una gallina desde el corral de su casa hasta la parroquia. Así lo hizo, arrojando al suelo cada una de las plumas del animal. Cuando llegó con Felipe, este le dijo: "Ahora señora, recoja usted todas esas plumas". "Eso es imposible -contestó la mujer-, se las ha llevado el viento". -Así son las murmuraciones y chismes que usted acostumbra regar por todas partes haciendo con ello un gran daño a las personas de las que habla mal.
En su casa de Roma reunió centenares de niños desamparados para educarlos y volverlos buenos cristianos. Estos muchachos hacían un ruido ensordecedor, y algunos educadores los regañaban fuertemente. Pero San Felipe les decía: "Haced todo el ruido que queráis, pero a mí lo único que me interesa es que no ofendáis a Nuestro Señor. Lo importante es que no pequéis. Lo demás no me disgusta". Esta frase la repetirá después un gran imitador suyo, San Juan Bosco.
Una vez tuvo un ataque fortísimo de vesícula. El médico vino a hacerle un tratamiento, pero de pronto el santo exclamó: "Por favor, háganse a un lado que ha venido Nuestra Señora la Virgen María a curarme". Y quedó sanado inmediatamente. A varios enfermos los curó al imponerles las manos. A muchos les anunció lo que les iba a suceder en el futuro. Muchas personas vieron que su rostro se llenaba de luces y resplandores mientras rezaba. A pesar de todo esto se mantenía inmensamente humilde y se consideraba el más indigno pecador.
En los últimos años de su vida, Dios le concedió el don de saber aconsejar muy bien. Los Cardenales de Roma, obispos, sacerdotes, monjas, obreros y estudiantes, todos querían pedirle un sabio consejo y regresaban a sus casas llenos de paz y con deseos de ser mejores. El 25 de mayo de 1595 su médico lo vio tan extraordinariamente contento, que le dijo: "Padre, jamás lo había encontrado tan alegre", y él respondió: "Me alegré cuando me dijeron: vayamos a la casa del Señor". A la media noche le dio un ataque, y levantando la mano para bendecir a sus sacerdotes que lo rodeaban, expiró dulcemente. Tenía 80 años. El Papa lo declaró santo en el año 1622, y las gentes de Roma lo consideraron como a su mejor catequista y director espiritual.
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