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Jacobo Zarzar Gidi

LA MÁS BELLA DE LAS PARÁBOLAS

Todos sabemos que la parábola del Hijo Pródigo es la más conocida, la más amada, la más tierna y bella, la que más horizontes nos descubre de cómo es el corazón de Dios. Un hombre tenía dos hijos, vivían con él en su casa en medio de mucho amor y de abundancia de cosas materiales. Lo tenían todo, sin embargo, no estaban contentos. Por eso, el más pequeño de los hermanos prefirió vivir la aventura de sus sueños, a la aparente rutina del amor de su padre. Quería novedades como las que tantas veces ansiamos tener nosotros. Su corazón no parecía caber dentro de las cuatro paredes de su casa. Y un día pidió la parte de su herencia. No le correspondía -como nos lo dice el Antiguo Testamento- hasta la muerte de su padre. Pero al padre de la parábola no le importaban las leyes, respetaba la libertad de su hijo, y por lo tanto accede a su loca pretensión.

Y el joven parte de la casa paterna rumbo a lo desconocido. Ansiaba vivir otras experiencias, recorrer países extraños, sentir nuevas emociones. Como llevaba bastante dinero en su alforja, no le fue difícil relacionarse. Entró a los más caros prostíbulos, se hartó de comer los más finos platillos, se vistió con las mejores ropas y se envaneció al ver que todos lo respetaban. Pasaron los años, visitó sitios que le sorprendieron, conoció bellas mujeres que lo seguían a todas partes y se sintió prácticamente halagado por tantas atenciones. Sin embargo, el dinero le duró bien poco -como sucede siempre a todo aquél que no se ha sacrificado para conseguirlo. Un día, cuando el dueño de la posada acudió a cobrar el hospedaje, se dio cuenta que se habían terminado todas las monedas de oro que su padre le entregó en herencia. Acudió entonces a los amigos que tan fervorosamente le acompañaron en sus juergas durante los meses anteriores. Pero pronto se dio cuenta que la vida es cruel, que las puertas se cierran a quien pide, y se abren únicamente a quien da.

Abandonó la lujosa posada después de haber sido arrojado violentamente a la calle por los criados del hospedero. Caminó sin rumbo fijo como tantas veces nos sucede a nosotros cuando perdemos la ruta que nos habíamos trazado, y pensó en trabajar para ganar un poco de dinero. Hasta esos momentos cayó en cuenta de que nada sabía hacer. ¡Siempre vivió cómodamente a la sombra del roble que era su padre! Y no fue sencillo encontrar trabajo en tierras extrañas. Durante los meses anteriores, se había entendido con toda la gente, gracias al lenguaje universal que tiene el dinero, pero ahora sin él, nadie comprendía lo que estaba diciendo. Al fin, alguien le ofrece un puesto como cuidador en un corral de cerdos. Se resiste, tiene vergüenza, pero como el hambre aprieta, al final acepta. De pronto se da cuenta lo que significa recibir órdenes de un amo cruel que hasta le cuenta las bellotas que hay que dar a los cerdos para que no se las coma a escondidas.

Una noche fría de luna llena, cuando descansaba a un lado de las malolientes porquerizas, recordó a su padre, y las lágrimas bajaron de sus ojos. Se dio cuenta que lo seguía amando y que extrañaba la casa que le dio calor y cobijo por tantos años. Reconoció que su padre era un hombre bueno y que hasta los jornaleros de su hacienda estaban viviendo mejor que él. "La gracia de Dios es terca, si encuentra cerrada la puerta de la calle, entra por la ventana". Cuando decide volver, lo hace convencido de que regresará para ser uno más de los jornaleros de su padre, estaba dispuesto a trabajar en lo que fuera, recibiendo únicamente como pago la comida.

Mientras tanto, el padre, que había dejado marchar a su hijo respetando su libertad con aparente desinterés, se había quedado con el corazón destrozado. Se pasaba largas horas atisbando en la ventana con los ojos nublados por el llanto, observando el camino por donde había partido. Un día, el que menos se imaginaba, aquel padre bondadoso mira a lo lejos una silueta que avanza lentamente por el camino. El amor de padre hizo que lo pudiera reconocer de inmediato. Su hijo había partido a caballo con una sonrisa retadora en sus labios, y ahora regresa caminando con la cabeza agachada asqueado del vacío de este mundo; se fue vestido de seda, y ahora vuelve envuelto en harapos con el cabello rapado en señal de haber sido tratado como esclavo; sus sandalias rotas ya no sostienen sus pies que sangran por las heridas que recibió en el camino; marchó joven y bien presentado, viene flaco y envejecido. Nadie lo hubiera reconocido, a excepción de su padre que lo amaba tanto. Se fue con el estómago lleno y ahora regresa hambriento. Dejó a su padre anciano con toda la carga de sus deberes, y ahora se arrodilla lleno de vergüenza en busca de perdón.

Cuando llega junto a él, aquel noble anciano de barba blanca que nunca dejó de esperar, abraza a su hijo y lo recarga junto a su vientre como si fuera padre y madre que desea acariciar, comprender, y proteger, -todo esto mucho antes de que el muchacho pudiera tan sólo pensar en abrazarlo-. Y lo cubre de besos y lágrimas. Recarga sus dos manos sobre los hombros y la espalda, como si quisiera sembrarlo en la tierra para que no volviese a partir.

Este padre tenía más necesidad de perdonar, que el hijo de ser perdonado. Ni siquiera pregunta por qué ha vuelto su hijo, no le interesa saber si regresó por amor o por más dinero para continuar sus aventuras. Desconoce si volverá a partir cuando consiga de sus arcas más dinero. Nada de eso pregunta, lo importante es vivir el momento abrazándolo y dándole cariño, lo demás sale sobrando. Le otorga un perdón incondicional. En esos momentos, el hijo pronuncia una frase que todos deberíamos tener a flor de labios cuando violentamos las leyes de Dios: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros". Al escuchar eso, aquel padre misericordioso se pone a gritar de alegría a los criados diciéndoles: "Preparen un banquete, traigan los mejores vestidos y las joyas más caras, porque éste mi hijo que había muerto ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado".

jacobozarzar@yahoo.com

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