¡M E voy! Me voy a Holbox a nadar con tiburón ballena, le dije al Querubín, y él, entusiasmado me compró el boleto (sólo de ida). Por supuesto que para no desanimarlo le oculté que ese animalón es vegetariano y sólo come plancton. Fue así que me vine al sol y al mar que es lo mío. A la risa y a las terapéuticas charlas con mis amigas. A romper, aunque sólo sea por unos días, lo que mi loquero llama mi zona de confort. Apagado el piloto automático programado para que yo repita día tras día las mismas acciones: por la mañana el café y los periódicos que informan todos los días un fraude nuevo.
El chorretón de agua con que mis plantas se conforman mansamente y el cotidiano menú que preparado sin entusiasmo ni imaginación, ha acabado por parecerse a las comidas corridas que ofrece cualquier fonda: "sopa aguada, guisado de carne, refritos postre y café". Vine aquí porque al enfrentarme a los retos del camino pretendo rescatar a la que era yo cuando todavía la rutina no me había vencido. Vine a recuperar el riesgo y la aventura.
Vine sin mapa y con la lengua absuelta para compensar el déficit de palabras que por falta de oídos interesados se han quedado empantanadas. Vine a hablar con mis amigas de todo y de nada. De nada cuando con la cara lavada y el cabello sin artificio; apenas si intercambiamos algo más que una sonrisa sesgada, porque sin un trago de café no hay nada que decir; y porque preferimos introducirnos en el día reverenciando en silencio el amanecer. Porque antes de empezar a hablar preferimos zambullirnos en el oleaje suave y tibio que nos acoge como un regazo materno, y a contagiarnos de la fe de los flamingos que sólo picotean el alimento de hoy, porque nunca dudan de que mañana, Dios proveerá.
Después de bautizar el día con un desayuno a base de pitayas, zaramullos y guayas frescas, comenzamos a acercarnos cautelosamente a una realidad que es totalmente surrealista. Dos o tres lanchas sin tripulantes ni tripulación se pavonean en las olas frente a la playa desierta.
-¿Tú ves a alguien? -Sí mira, bajo aquella palmera se mueve una gorra roja, me dice Cotilla que tiene mirada de largo alcance. "Ahora en temporada, todas las casitas están habitadas, pero nadie pisa la arena hasta que el sol cede un poco" -nos informan nuestros gentiles anfitriones, una extraña pareja que después de cuarenta años de casados, se sigue cayendo bien. Sin preguntárselo, la esposa nos cuenta que el marido trabaja en tierra firme y sólo viene a la isla los fines de semana. Confirmo mi idea de que para mantener el matrimonio unido, hay que separarse, darse espacio para no acabar asfixiados con tanta cercanía. Respiro profundo para acumular el oxígeno que me llevaré cuando vuelva, mientras a la sombra del imprescindible porche de la casita, la conversación fluye ligera y trivial.
Despreocupadas comemos con las manos el pescado que la anfitriona cocina sin artificio, antes de tumbarnos en las hamacas que colgadas de los muros encalados, nos reciben con las alas abiertas para la inevitable siesta que identifico como el secreto de la salud y la permanente sonrisa de los isleños.
Me duermo imaginando que así debió ser el paraíso; y sólo despierto para reintegrarme a la vida en el momento en que el sol inicia su fastuosa zambullida crepuscular. Más tarde, en la penumbra de la noche y suelta la lengua por el fresco vino de verano, mis amigas y yo sacamos a orear nuestros fantasmas. Yo las aburro con el mismo de siempre: "El Querubín y yo éramos tan compatibles: él judío y yo católica, él austero y yo excesiva, él callado y yo parlanchina; coincidimos sin embargo en que los dos nos gusta comer palomitas en el cine. Considerando nuestra compatibilidad, me cuesta aceptar la facilidad con que me cambió por otra, seguramente más compatible que yo y con una gran disponibilidad para mantenerlo entretenido con turbulentas noches de fut y de sexo en todas sus variantes: homo, hetero, grupos, swingers…
Digamos que no lo deja con el antojo de nada. Imposible separarlos cuando en los fines de semana deportivos, él, enfundado en unos cómodos pants y calada su gorra de visera; sólo tiene que apretar los botones del control para que ella lo mantenga tan embobado que si yo aparezco de improviso y le digo que la casa se está incendiando, él puede saltar del sillón y sin quitarle a ella los ojos de encima; gritar entusiasmado: ¡gooool! Ante enemiga tan implacable, he preferido exiliarme por un tiempecito porque como dice Groucho Marx: "Es indudable que el matrimonio es una institución maravillosa, pero ¿quién quiere vivir toda la vida con una institución?"
Si usted señor, señora, no quiere que su pareja se vaya a una isla desierta, será mejor que apague la tele y encienda la vida.