Medidas. Algunos grupos musicales han reducido su plantilla para mejorar el ingreso de cada integrante.
Una esquina, donde la música debiera seducir el espacio es, sin embargo, donde el silencio envenena los oídos de una sórdida humanidad, que camina sin detenerse, aguanta su rumbo e ignora el desolado aferro que tienen los músicos; es la espera diaria de alguien que frene su camino para pedir su melódica interpretación.
Tres hombres se aproximan a paso lento hacia el margen formado por Francisco I. Madero y Baca Ortiz. Cada individuo va enfundado en botas, sombrero e instrumento en mano: acordeón, guitarra y tololoche. Ahí los esperan más músicos, que se arremolinan bajo un árbol que impide el paso de la luz de luna y que son flanqueados sólo por un farol parpadeante, donde las polillas son su notable compañía.
Son las 8:21 de la noche, momento en que la plazuela Baca Ortiz representa la oportunidad de trabajo para interpretes de banda y norteño. Más de 13 agrupaciones esperan el instante en que un carro o personas se detengan a pedir una canción, mientras ellos caminan de un lado a otro, como fieras enjauladas en espera de una presa.
Simulan ser amigos, pero todos cuidan su terreno, una batalla de músicos y sindicatos: por un lado el de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP); por otro la Confederación de Trabajadores de México. Aunque esta guerra es por la supervivencia, podría desembocar con el mismo efecto para ambos: regresar a casa sin haber tocado. Están atentos a la señal de un cliente, listos para actuar. De los 23 hombres que hay a esa hora, 17 cargan su instrumento.
En el cúmulo de ojos, las miradas se hacen más largas, buscan pero no encuentran, esperan pero no llega. El reloj marca 9:15 de la noche y la oscuridad cubre más el firmamento escaso de estrellas, donde la penumbra absorbe la esperanza de los músicos; se paran, se sientan, caminan, sonríen, callan.
Para ellos la luz de los autos es símbolo de oportunidad, tal vez un interesado se aproxima. Un carro rojo se detiene y pronto más de ocho integrantes de distintos grupos se levantan e invaden el vehículo. ¡Falsa alarma!, una mujer sale de un puesto, carga bolsas de frituras y sube al automóvil, que de inmediato recobra su marcha; los hombres regresan con la mirada clavada en el suelo.
Persistente, con la ilusión viva, está Víctor Reyes, integrante del Grupo Montañez, con una mirada que descubre su cansancio por la agotadora espera desde las seis de la tarde. Aún no ha interpretado ni una canción. "Está muy flojo el trabajo, hay días en que nos vamos sin tocar nada, ni para el taxi sacamos", dice.
Mientras habla, siete músicos más se acercan rápido. Evidencian la desesperación por trabajar; sienten que una entrevista resolverá la situación. Quejas, lamentos, desilusiones son parte del motivo en las palabras de los músicos, parecen monumentos de plaza, pero están ahí por necesidad, no como ornamento.
Otro músico con intensa voz expresa, "la inseguridad afectó nuestro empleo, no hay gente por la noche, nadie sale. El grupo es de 5, pero ya mejor sólo venimos tres", relata Martín Amador. Los demás integrantes de la agrupación voltean afligidos, al tiempo que un joven con camisa de cuadros, crea la atmósfera aún más lúgubre. Hace sonar lento las cuerdas de la guitarra; terminan de hablar, toman los instrumentos y se retiran del lugar.
La noche es cálida, el silencio permanece. Cláxones, grillos y murmullos son los únicos sonidos que recorren el lugar. Ya dan las 9:56 p.m. cuando la espera termina para algunos grupos. Se crea un efecto dominó: uno de los artistas guarda su guitarra, mientras otros integrantes imitan su acción. En menos de 10 minutos, más de cuatro grupos, de los 16 que había, han abandonado la plazuela para buscar suerte en otro lado.
En ese momento, frente a una señal de alto se rompe el silencio con la eufonía del saxofón; un hombre se esmera tocando, toma aire, agita su cabeza, se inclina hacia el frente y continúa soplando. En un minuto pasan por la esquina más de 120 personas pero ninguna se detuvo; el músico no logra llamar la atención de nadie. El público refleja total indiferencia. El saxofonista frena su interpretación, toma su instrumento y regresa a una banca bajo la sombra.
Del otro lado de la plaza, bajo un letrero de gorditas, llega un hombre de camisa roja, se detiene con uno de los grupos e intercambian palabras. La felicidad se delata en la mirada y actitud de la agrupación, pues rápido se levantan y comienzan a tocar. Los demás miembros voltean al escuchar melodías. La oportunidad llega para Los Halconcillos de la Sierra; su espera pareció valer la pena.
"Te fuiste no sé por qué, yo sé que me querías, yo sé que me adorabas". Tragos esperanzadores de amargo licor, que se volvieron amargos para el grupo: luego de tres canciones tocadas el cliente dijo "ya estuvo". Les pagó 50 pesos por canción y se retiró.

La crisis afecta a todos
La Plazuela Baca Ortiz no es el único lugar para la expresión musical, también la Avenida 20 de Noviembre sirve como espacio melódico. Ya son las 11:07 de la noche y, ahora en la calle principal de Durango, además de los ocho elementos policiacos que hay frente al Arzobispado, entre mariachis, bandas y chirrines se suman 18 agrupaciones, desde la calle Progreso hasta Victoria.
Un grupo norteño -"Los Canarios"- espera clientes. Ahí, "a partir de las 2:30 de la mañana nos tenemos que retirar, pues de Inspectores Municipales se nos dio la orden, siendo que más tarde son horas de clientela", dijo el vocalista Pedro García.
Sentados sobre rejas de madera, a un lado de bolsas con basura, están los integrantes de está agrupación. Los instrumentos aguardan en una esquina cubiertos con las chamarras de sus dueños.
Esperan que alguien se detenga a solicitar una canción: "en ocasiones nos llevan a fiestas o casas para que toquemos por horas; aquí nos recogen, tenemos miedo de con quién nos vamos, pero la necesidad lo vale", comentó el vocalista.
Pasan de las 11:40 p.m., el caminar de la sociedad ha disminuido, la calle luce vacía, pocos vehículos circulan por la avenida.
Cerca de ahí, en la esquina de Patoni, están al menos 11 miembros de un mariachi. Ninguno respondió a los cuestionamientos, un hombre con un moño rojo que pareciera impedirle la respiración dijo con voz alterada: "no importa de que medio eres, para qué quieres saber hasta que horas estamos aquí, que quieres".
Frente a ellos está el Mariachi Continental: tres hombres, traje de charro, moño dorado, sombrero en el suelo, señal del poco trabajo realizado, platican, ríen, miran hasta donde la vista les permite llegar.
Más de media hora pasó y parece que el tiempo se congeló, estas tres agrupaciones siguen igual sin tocar música; pasa de media noche y los movimientos desesperantes de los músicos hablan por sí mismos. Tocándose la cabeza, fumando, afinando sus instrumentos. Se mantienen ahí, ni el aire frío que comienza a sentirse los hace cambiar de postura. La Avenida 20 de Noviembre se ve larga, lúgubre y sombría.
Ya pasaron más de 5 horas del recorrido, ninguno de los grupos presentes en la plazuela o avenida principal ha tenido una buena noche; tal vez más tarde llegue su oportunidad, pero todavía no es momento.

Carencia
La música dejó de ser negocio para los músicos: compiten contra la crisis, inseguridad y la tecnología convertida en rocolas y karaokes.
Competencia
Decenas de agrupaciones en la plazuela Baca Ortiz y sobre la avenida 20 de Noviembre luchan por obtener clientes; han noches que pasan completas sin que lleguen.
Riesgos
Músicos admiten miedo de irse con clientes a domicilios particulares; sin embargo, corren el riesgo ante el escaso trabajo de la actualidad.