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Mi amiga la hechicera

LITERATURA

Mi amiga la hechicera

Mi amiga la hechicera

Ruth Ascorve (†)

Nació en una aldea cerca de Catemaco, lugar donde pululan los chamanes, los brujos, las hechiceras, las clarividentes. La magia blanca y también la negra están presentes en el ambiente. De muy niña llegó a la capital y desde la primaria iniciamos una amistad, Marilú, Queta, Judith la hechicera y yo.

Alrededor de Judith giraban nuestras vidas, no podía ser de otra manera. Su físico no la hacía sobresalir entre nosotras, Marilú y sobre todo Queta, la eterna enamorada del amor, eran más bonitas. Pero la personalidad de Judith era de por sí atractiva, cuando hablaba lo que decía era irresistible, acaparaba la atención de hombres y mujeres y siempre encontraba las palabras justas del idioma especial para comunicarse con los niños o los animales, quienes para demostrar su aceptación hacían ante ella alarde de sus gracias.

Al morir sus padres, se encontró desprotegida. De su ya extinta familia había heredado varios de los dones que provenían de una larga línea de adivinos, brujos y chamanes cuyos poderes le habían sido trasmitidos a ella a través de los genes. Además de su notable inteligencia tenía otras facultades de las cuales se fue enterando poco a poco.

Realmente era una herencia nada despreciable pues de su bisabuela Pachita (doña Paz Fe Esperanza y Caridad Zamudio y Zires) heredó la clarividencia y la sensibilidad. Doña Pachita con sólo tomar las manos de su interlocutor y mirarlo fijamente a los ojos, sabía la clase de persona de la que se trataba y si sus intenciones eran buenas o malas. Si las percibía negativas, se negaba a continuar la sesión. Por eso llegó a ser famosa aunque nació, vivió y murió a los 103 años de edad sin haber salido de su aldea.

De su abuela materna heredó el poder hipnótico. De su abuelo paterno la mente ágil y fuerte. Y de su padre la imaginación desbocada, esa que ocasionó la emigración de su familia, abandonando la aldea donde era cabeza de león, para trasladarse a la capital donde fue cola ratón. Pero víctima de sus locas visiones de gran empresario, con su esposa e hija Judith, partió en pos de un muy improbable negocio que según él los haría ricos y donde malpasaron la vida con más o menos dignidad.

Sin más capital que sus dones, Judith se abrió camino hacia una vida cómoda y alegre, por su innato e imperturbable optimismo y su vívida imaginación. Porque al ver que su raquítico sueldo no le permitía más que comer tuvo una idea. Una de esas tardes de domingo lluviosas y desapacibles, en la que ella y yo nos encontrábamos tristes y aburridas, para entretenernos me leyó las cartas. “¡Santa aburrición, santo domingo lluvioso!”, exclamó Judith, y agregó: “Si me ayudas, habré resuelto mi futuro”. Yo desde luego estuve dispuesta a ayudarla.

Al día siguiente, a las 4:00 de la tarde, bien dispuesta y con todos sus dones afilados y el dinero justo para una taza de café y un peso para la propina, Judith entró a un café muy concurrido de la Zona Rosa y se sentó a esperarme. Yo hice de su patiño: entré al café haciendo alarde de mi alegría al encontrarla en un tono de voz ciertamente audible, y me acerqué a ella. Mi actuación mereció un Óscar, pues simulé estar angustiada por el temor de no hallarla ya que, le dije, tenía que tomar una decisión clave para el resto de mi vida esa misma noche. Con aspavientos exagerados agregué: “La verdad, Judith, no me atrevo a tomar una decisión tan trascendental sin tu consejo”. Saqué de mi bolso un mazo nuevo de cartas del tarot para que me las leyera. Ella se hizo del rogar, pero ante mi insistencia, me tiró las cartas. A nuestro alrededor se hizo el silencio, todos los presentes mostraban curiosidad por oír lo que tenía que decirme y Judith tuvo buen cuidado de que se escuchara con claridad cuanto me dijo. Debo reconocer que se superó, realmente sentí que era cierto que yo debía tomar esa decisión. Judith dejó volar a su imaginación y me predijo, entre muchas otras cosas, que en un futuro muy cercano emprendería un largo viaje por mar, que cruzaría el océano con mi ser amado, y me aconsejó que no tuviera miedo de abandonar mi patria, que regresaría y por lo tanto aceptara casarme con el pretendiente catalán.

“¡Qué bien!”, le dije, había demostrado que quererme ir a vivir a Barcelona no era ningún castigo. Esa misma tarde después de que yo muy ufana salí del café, dándole ostensiblemente un billete de 50 pesos y las gracias, ella pidió otro café y a su mesa se acercaron varios clientes. Judith se dio importancia al decir que sólo podía leer las cartas tres veces al día, porque el esfuerzo mental era muy fuerte y quedaba agotada. Así que concertó citas para el día siguiente en el mismo café.

Su fama se extendió pocos días después, luego de que una mujer se le acercó desesperada a pedir sus servicios. Algo presintió Judith, algo vio en ella, porque no quiso leerle las cartas. La tomó de las manos y le dijo: “Fije su mirada aquí”, y con el dedo índice marcó el sitio, justo a la mitad de su frente. Luego añadió: “No despegue sus ojos sin importar lo que yo diga”. Así lo hizo la mujer, y luego de un momento Judith le dijo con voz engolada: “Siento que en ti laten dos corazones, ¿tienes una hermana gemela?”. La clienta, asombrada, balbuceó que sí. Judith le preguntó, o más bien afirmó, que estaba muy lejos de ahí. La mujer asintió. “Cerca del mar”, añadió Judith. “Sí, la casa de mis padres está en La Ceiba, que es la playa más importante de Honduras”. Judith agregó: “Ella es tu preocupación”. La mujer explicó: “Sí, la tienen amenazada porque creen que ella sabe dónde está escondido el oro que mi bisabuelo escondió durante las guerras y revueltas, y murió sin decir dónde estaba”. Mi amiga asintió, diciendo que veía una nebulosa oscura alrededor de ella. La clienta le preguntó si podía ayudarle. “Creo que sí, pero necesito saber más, descríbeme la casa”, pidió la hechicera. “Es una vieja hacienda, no muy grande; la casa es de madera, con techo de dos aguas, las tierras de labor ya las han vendido, también los animales. Sólo quedan el gallinero, la caballeriza nada más ocupada por dos caballos y un huerto no muy grande. Toda la antigua grandeza ha desaparecido con el transcurso de los años”. Judith le pidió que no despegara la mirada de su frente y visualizara la casa y sus alrededores lo más posible, con todos los detalles. Luego comenzó a guiarla, le dijo que empezara por la caballeriza y que continuara. El diálogo que siguió a continuación asombró a todos. Judith le pidió que entrara a la casa: “Estás en el comedor, donde hay tres puertas”; la mujer asintió: “Una es de la cocina, otra da a la recámara de mis padres y la otra era la nuestra”. Judith le indicó: “Entra a la recámara de tus padres y pasea tu memoria por todas las paredes... lentamente... por el piso... los muebles... fíjate en todos los detalles importantes... concéntrate con todas tus fuerzas... Ya. Detente. ¿Hay una viga en lo alto de la puerta de entrada?” Ella respondió que sí, que todas las viviendas de madera tienen esa viga, la cual es parte del armazón de las casas. “Ahí está, sobre la viga, las veo alineadas una tras otra: son monedas de oro”. Luego, débil por el esfuerzo, pidió: “Dame un poco de agua”; puso los brazos sobre la mesa y recargó en ellos su cabeza. Todo resultó verdad. La clienta se llamaba Irma y desde luego se convirtió en su mayor propagandista. El éxito llegó para Judith, luego de que sus dones quedaran tan bien probados.

Y a partir de entonces tuvo clientes todas las tardes. Se instaló en un céntrico departamento y ahí recibía a quienes la consultaban, siempre de las 4:00 a las 6:00. Atendía únicamente a dos o tres personas, por eso había que hacer cita con muchos días de anticipación. Sólo descansaba los domingos, que durante muchos años pasamos juntas Queta, Marilú, ella y yo.

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