Pérdida. Una familia camina por una calle inundada en una de las principales zonas de desastre.
Es la una de la madrugada. Hace cinco horas que se fue la luz, o la cortaron: no hay forma de saber. Tampoco hay señal de celular. Escribo estas líneas a la luz de una vela aromática porque, ¿quién necesita una linterna en Nueva York? Nadie creyó en la amenaza de Sandy. Y me atrevo a decir nadie como quien nota la ausencia de histeria entre tantos vecinos cuyos nombres ignora… hasta que un día llega dicha tormenta con ambiciones de huracán o dicho huracán rebajado a tormenta -ya ni sé- y desafía las expectativas de los habitantes de esta ciudad. Muchos esperábamos lluvia y viento, pero nada más. Por eso me esperé hasta el último momento para comprar provisiones: agua, cervezas, tortillas, y latas de frijoles. Nada de pan y huevo porque ya se acabaron. Y pilas para qué, si no tengo linterna.
'Presiento que me voy a quedar sin luz'
Mantengo la tele prendida porque presiento que pronto me voy a quedar sin luz. Pero esos reporteros abusando de superlativos mientras respiran dramáticamente junto a la orilla del mar me tienen harta.
Si -a manera de juego- me tomara una "caballito" de tequila cada vez que un reportero dice "esto se va a poner peor" ya estaría yo en un coma etílico. Y es que tanta información tampoco es buena para la salud mental de quien espera un desastre natural. Van cinco veces que veo la noticia de la grúa a punto de caer en la calle cincuenta y siete; la de la inundación de la Bolsa de Valores y de Battery Park; y la del edificio en Chelsea que perdió la fachada en una escena digna de caricatura de la Warner Bros.
Llega 'Sandy', Se va la luz Y la señal del celular
Espero que esta vela me dure toda la noche mientras escribo, veo bailar a los árboles y -en palabras de mi amiga recluida en su departamento en el Upper East- "escucho la sinfonía del viento". Suena romántico. Entonces recuerdo que vivo enfrente de una plaza muy arbolada: si una de esas ramas se desprende y vuela con el viento, adiós ventanas. Y no, no tengo persianas exteriores. Ni que viviera en el campo o en París.
Los árboles se doblan
El viento dobla los árboles hasta dejarlos pelones. El pavimento se tapiza de hojas y ramas, y ramas con hojas. Los semáforos se balancean en sus cables. Se escuchan patrullas, camiones de bomberos y el "clac, clac" de los botes de basura azotando en las calles. Pero esto era de esperarse. Lo que nunca anticipé fue la sensación de impotencia de -ahora sí- estar atrapada en una isla, en total oscuridad y sin fecha de salida.
Y el silencio
Ese silencio que tanto anhelaba en esta ciudad tan ruidosa... Me retracto. Prefiero las pláticas de borrachos afuera de mi ventana o el sonido de entusiastas del hip-hop presumiendo las bocinas de su coche. Todo menos este maldito silencio. Ya no se escuchan los pasos nocturnos del vecino de arriba. Tampoco pasan los camiones de bomberos. Las patrullas apenas circulan. Y las linternas de los que salían a la calle desafiando las indicaciones del alcalde Bloomberg han desaparecido. Ahora sería el momento perfecto para decir que la ciudad que nunca duerme ya duerme, pero yo no duermo, y dudo que mis vecinos estén tranquilos.
Como una película de zombis
Despierto. No tengo idea a qué hora me quedé dormida, ni qué pasó a partir de que se fue la señal del teléfono, pero esto que veo pertenece a la escena final de una película de zombis: la ciudad semidesierta, sus habitantes caminando sin rumbo. Dicen que de la calle treinta y siete para abajo nadie tiene luz. La gente se está yendo a otras zonas. Los cajeros automáticos no sirven. Las alarmas de incendio de algunos edificios suenan sin parar. Y todos los comercios de la zona están cerrados.
Encuentro un teléfono público y me tardo quince minutos en lograr una llamada. Que si hay que marcar el uno primero, que si se marca el cero, que si he perdido la habilidad para detener el auricular entre el hombro y el oreja, que si el viento me vuela la hoja en donde tengo anotados los teléfonos…
Por fin me comunico con mis amigos que viven en el norte de Manhattan. Parece que allá no pasó mucho. Tienen luz y agua: suficiente para empacar mi mascota y mis maletas y largarme antes de que yo también me quede sin agua corriente. Sólo queda resolver el asunto de la comida del refrigerador. Lo ideal sería preparar un pastel con todos los alimentos que están por echarse a perder para llevarlo conmigo. ¡Qué va! Si de todas las cosas importantes de la vida que Nueva York me ha enseñado, cocinar no forma parte de la lista. Son demasiados restaurantes, y muchos años sobreviviendo a base de comida para llevar.
Este día he visto la bondad de la gente
Después de regalar mi comida a los vecinos, tomo mis cosas, salgo a la calle, y levanto mi pulgar en la señal internacional para pedir aventón. No me importa si el conductor tiene cara de asesino serial: en un día como hoy, creo en la bondad de la gente porque la he visto en todos los vecinos que hasta hoy eran unos perfectos extraños. Me subo a un taxi. Nunca había tenido tantas ganas de platicar con un desconocido. El taxista me cuenta de los muertos y las inundaciones en Nueva Jersey. Esto está peor de lo que imaginé.
Subimos por la sexta avenida y llegamos a la calle treinta y tantos. Entonces veo la línea invisible que divide a la ciudad en dos: los que vuelven a sus actividades como si nada hubiera pasado y los que siguen viviendo en la oscuridad. Me da la impresión de que el resto de la ciudad se ha olvidado del sur. En el norte hay un tráfico del demonio, pero en el sur ni siquiera sirven los semáforos: los pocos coches que hay, transitan lentamente para no atropellar a todos los que caminan en busca de un café, una estación donde cargar el teléfono, o un rumor, porque nadie tiene acceso a las noticias. Vuelve la señal a mi celular que está conectado al cargador del taxi. Se siente bien recuperar la comunicación con el mundo.
Me preocupa la inseguridad
Sí, aquí estaré a salvo. Pero luego recuerdo que mi departamento está solo, que vi unos tipos pintando grafitis en las puertas de las tiendas, y que en una caminata de cuarenta minutos no vi más que una o dos patrullas circular. Tardamos mucho en llegar a la calle sesenta y ocho, mi refugio por los próximos días. "¿Sandy? ¿Quién es Sandy?", parece que dicen los habitantes de esta zona. Para los que se quedaron en el sur, Sandy todavía no se ha ido.